miércoles, 2 de diciembre de 2009

Rosario: el hotel de la muerte

Después de un maravilloso viaje, de una agradable espera rodeada de perritos y de un más agradable encuentro con mis amigas nos dirigimos al hotel que, bondadosamente, una de las chicas había reservado para todas.
Lo primero que nos extrañó fue que cuando le dijimos al taxista el nombre del hotel él no dijo nada. "¡Uhhh, debe ser terriblemente malo entonces!" dijimos nosotras, por ese famoso dicho de que el que calla otorga, y bueno, era así nomás.
Lo segundo que, directamente, no me gustó fue el olor. A veces cuando entro a lugares a los que nunca fui, inconscientemente, siento los olores y este hotel no fue la excepción. Mi gesto fue contundente, me señalé la nariz con el dedo, creo que disimuladamente, aunque una de mis amigas me entendió enseguida. Había olor a hospital y ese olor no me gusta para nada.
Subimos los dos pisos por escalera, con todos nuestros bártulos, y llegamos a la habitación que para nuestra sorpresa no tenía mucha luz, las paredes eran de papel pero tenía un placard tan grande que una de nosotras podría haber dormido adentro. Acomodamos nuestras cosas y salimos a cenar.
Cuando volvimos después de una cena en un comedero un poco extraño de la peatonal, había otra recepcionista (diferente al gordito que nos dio la llave de la habitación y al que una de mis amigas le dijo que, de las tres dos eran pareja, tengo que preguntar por qué). Tomamos nuestra llave y subimos movidas por la algarabía y los nervios lógicos ya que al otro días una de las chicas y yo teníamos que leer nuestras ponencias en el congreso por el que viajamos a Rosario.
Reconozco que halábamos a los gritos y nos reíamos mucho, pero bueno... Aproximadamente a la hora de haber entrado a la habitación, sonó el teléfono. Era la recepcionista pidiendo que nos calláramos porque había pasajeros que se quejaban por ruidos molestos.
"Esperemos que no sea el de al lado, porque nosotras nos podemos quejar por los ronquidos", dijimos. "Tendríamos que empezar a gemir, como que estamos en una orgía" dijo una de las chicas "nadie te puede decir nada por tener sexo". Pero como las otras dos somos mas pacatas, no hicimos nada.
A la mañana siguiente mis amigas simulaban ser pareja y yo la futura madrina de su futura unión civil.
Todo transcurrió normalmente (exceptuando por un par de jadeos y risitas amatorias que venían de la habitación del roncador), hasta que el jueves (el día más calor de octubre) después de haber caminado por muchas partes y escuchado alguna que otra ponencia en el congreso, una de mis amigas decidió volver temprano al hotel para bañarse y descansar acunada por el aire acondicionado.
Mientras estaba escuchando a Jorge Panesi (profesor y critico literario al que escuchaba por primera vez) y a Tamara Kamenszain (poeta y critica literaria) mi amiga me mandó un sms que decía: "Se cortó la luz y el gordo no me dijo nada. Además no me quiere dar más velas."
Inmediatamente le mostré el mensaje a mi otra amiga y ambas, casi sincronizadamente, dijimos: "Vamos a ver qué pasa."
Y si, llegamos y no había luz y el gordito no nos quería dar más de una vela porque decía que no había para todos. Le hicimos entender que necesitábamos una vela para el baño, que nos queríamos bañar y éramos tres personas.
Después de idas y vueltas, enojos, velas que fueron y que vinieron, salimos a cenar. Era nuestra última noche y fue un lindo momento que ni el corte de luz lo pudo arruinar.
Al otro día nos descontaron el día, nos permitieron dejar las valijas en el hotel todo el tiempo que quisiéramos y nos despidieron con una sonrisa muy amplia.
Para nosotras fue toda una experiencia y una arsenal inagotable de anécdotas.

sábado, 28 de noviembre de 2009

Publicidad interna

Resulta que desde hace unos meses tengo otro blog, pero es muy distinto a éste. Es algo así como un lugar para la catarsis o para poner pavadas (de estas últimas hay y habrá muchas).
Así que si quieren pueden darse una vuelta: La caja de zapatos

lunes, 16 de noviembre de 2009

Rosario: juego de ruta

En el incómodo viaje que hice a Rosario, retomé un juego que hago a veces cuando estoy aburrida. Es un juego muy simple, hasta un poco tonto, pero efectivo (recuerden que iba sentada al lado de una mujer que me triplicaba en tamaño y que estaba muy disconforme con los asientos, no así con el baño que, parece, le resultaba cómodo).
El juego consiste en una serie de probabilidades que, gracias al azar o vaya uno a saber a qué, definen cuestiones más o menos claves en mi vida. Es decir, para ser gráfica, si A es porque B.
Yo estaba más que aburrida después de escuchar los únicos tres discos que había podido subir a mi mp3, no por descuido o falta de imaginación, si no por falta de tiempo y memoria. En un momento la música comenzó pasar sin distinguir quién o qué cantaba, por lo tanto comencé con mi juego.
Resulta que días antes de ir al congreso y por una de las circulares me enteré que uno de los dos chicos que, secretamente (para ellos porque después lo sabían todos), me gustaron durante el tiempo que me llevó la carrera, iba a estar en Rosario. X (vamos a ponerle aunque dudo que lea este bolg) había sido compañero mío en casi la mitad de las materias que había cursado y nunca hablé con él. Debo confesar que el hecho de no haber hablado fue por prejuicio mío, ya que tenía miedo que me pareciera un pelotudo y el idilio se fuera al carajo.
El segundo de mis amores platónicos era Z (tampoco creo que lea esto, pero no me importa, queda mucho más interesante si enmascaro los nombres ¿no?). Con Z llegué a hablar un par de veces, nada trascendental, es decir, ninguno de los dos supo nunca mucho del otro (tampoco creo que le interese). La cuestión que Z, además de lindo era interesante, así que por el momento le ganaba ampliamente a X, pero a X lo veía más seguido. En fin, parece que esa conjunción extraña entre mi Luna y mi Venus, conjunción de la que me habló alguna vez mi astróloga hermana, estaba, en esa época, bastante activa.
Bueno, luego de esta presentación, volvamos al viaje.
Entonces, yo, bastante aburrida, me acordé del juego, de X en el congreso y de Z (tenía que haber un segundo, si no el juego era muy fácil) y me dije: "Si en algún cartel, toldo de camión, puente o lo que sea que pueda ser escrito, apararece el nombre de X es que algo va a pasar entre nosotros. Lo mismo para Z."
Pasaron horas, incomodidades, intentos de lecturas, almuerzos tardíos, la despedida de mi compañera de ruta, el espacio, las fotos desde la ventana del micro, y ninguno de los nombres apareció en ninguna superficie que pueda ser escrita, serigrafiada, ploteada o demás.
Cuando llegué a Rosario y vi a X me di cuenta que ya no era el mismo, que todo lo lindo que lo había visto en el pasado se había borrado y que solo era un flacucho con pinta de chico Puan. Cuando volví a Buenos Aires me di cuenta que nunca iba a volver a ver a Z, que las veces que hablé con él había sido sólo porque es un chico muy amable, que nunca le iba a interesar y que, en el fondo estaba bien, al fin y al cabo no me conoce.
Conclusión: o el juego me mostró que no iba a conocer en profundidad a ninguno de los dos; o (y siguiendo la cuestión de los astros) que el juego sigue abierto y que, tal vez, en algún cartel o superficie que pueda ser escrita, un día encuentre uno de los dos nombres y... uno nunca sabe.

domingo, 1 de noviembre de 2009

Rosario: en viaje

El martes a las 13:30 hs. salía el micro que iba a llevarme, en un viaje de cuatro días, a Rosario (turismo académico, que le dicen).
Salí de mi casa en un remise con mi madre hacia el Cruce Varela, terminal de ómnibus que me queda mucho mas a mano que la de Retiro. Mi mamá iba hablando con el remisero de las personas que conocían del barrio, de lo complicado que era llegar al Cruce, de que había un colectivo que te dejaba en la esquina, de esas cosas en las que yo no podía intervenir por desconocimientos de tema.
Llegamos a la terminal y se me ocurrió hacer el siguiente comentario: "Tendría que haber sacado asiento individual, andá a saber quién me toca de compañía..." A lo que mi madre respondió, "bueno, tal vez tengas a alguien interesante"... Ilusiones maternas.
Un poco después de y media llegó el micro. Mi asiento era el que estaba justo detrás del baño y debajo del televisor, por lo que lo podía ver desde la puerta quien sería mi compañía en el viaje. Cuando pasé para dejar mi valija la vi.
Era una señora muy gorda que ocupaba un espacio de mi asiento. Pasé por al lado de mi madre y le dije "mierda, me tocó una gorda", le di un beso y subí.
Cuando la mujer me vio ocupar mi lugar me dijo "Qué suerte que sos normal", no pude evitar sentirme mal.
El micro partió, yo estaba hecha un chorizo, casi pegada a la ventana. Acto seguido la señora sacó de su bolso una almohada envuelta en una toalla, se la puso detrás de la cabeza, apoyó los pies en la pared del baño y se durmió. En esa posición, yo tenía un poco más de espacio, hasta que la señora se relajó y su cuerpo se expandió. Volví a la posición chorizo.
En Retiro la señora se levantó para ir al baño, aproveché para sacar de mi mochila, que había ubicado debajo del asiento, un libro, mis anteojos, un paquete de galletitas y un pebete que había llevado por si tenía hambre y, sí, estaba muerta de hambre, pero con la señora al lado mis posibilidades de movimiento era reducidas.
Ella volvió del baño y me dijo: "Esos baños son tan chiquitos que no queda espacio para el aire... pero te digo, son muy cómodos después." Yo asentía con la cabeza, no podía decir nada, porque no quería meter la pata. Había entendido su planteo: chiquitos para entrar, por la puerta y eso, pero cuando ella estaba adentro no había posibilidad de movimiento.
El viaje continuó. Ella dormía. Yo comía o escuchaba música o leía. Así durante cinco horas, hasta que el micro entró en San Nicolás.
La señora se levantó. Yo pensaba que otra vez iba al baño, pero no. Sacó su bolso de debajo del asiento, me hizo un gesto con la cabeza, al que respondí de igual forma y se bajó.
Al ver la inmensidad del asiento me despatarré y viajé muy cómoda la hora que me separaba de mi destino y aproveché para sacar fotos del paisaje que se veía por la ventanilla.
Cuando llegué a la terminal de Rosario, me senté a esperar a mis amigas. Me tomé la botella de agua que me había comprado en el Cruce Varela (que no había tomado antes por temor a tener ganas de ir al baño y tener que hacer que la señora se moviera. No la quería molestar).
A los pocos minutos de estar sentada, tres perros vinieron hacia mí. Eran grandes y con caras simpáticas, tal vez con caras de sueño, me movían la cola. No pude evitar tocarlos, no pude evitar que me dieran besos en las manos, ni que se tiraran a dormir a mi alrededor.
Cuando llegaron las chicas me vieron custodiada y se rieron. No es raro que me sigan los perros. Uno de ellos nos siguió hasta el taxi mientras veíamos un mapa de la ciudad y yo les contaba de mi peripecia con la señora del micro.

martes, 6 de octubre de 2009

Don Alfredo

En general los hombres mayores suelen hacer dos cosas en la calle: la primera, decir cosas semi obscenas a las jovencitas; y, la segunda, dar consejos.
Esto último me pasó con don Alfredo:
Era una de esas tardes de verano en las que uno no sabe si es mejor estar desnudo, o dentro de una pileta, o desnudo dentro de una pileta. Yo volvía de trabajar, y, para ser sincera, mi estado de ánimo no era del todo óptimo (esas cosas que pasan por la cabeza de una cuando las cosas no salen como a una le gustarían que salgan...).
Tenía que cruzar Alem y, como es mi costumbre para evitar el tránsito, suelo bajar al subte en la esquina de Corrientes y Alem y subir en Corrientes y Bouchard (y de paso ejercito las piernas y evito las bocinas).
En la estación Alem hay un puesto donde venden carteras, bastante lindas algunas, al lado de un puesto donde venden ropa interior, para todos los gustos (creo que tienen hasta disfraces). Me paré a ver las carteras, como para ver algo, y vi una que me pareció linda y entré.
Don Alfredo estaba detrás del mostrador.
"Podés agarrar la cartera que te guste", me dijo. Es un señor mayor, de esos que tienen la nariz gorda en la punta y como con granitos (imaginen que no podía dejar de mirarle la nariz), cara de pícaro y de charlatán.
Comenzamos a hablar de la cartera, me dio las mil y un razones por las que sería bueno comprarla, aprovechando que tenía un vestido blanco con florcitas y que la cartera era blanca, encontró los argumentos adecuados y me dejé convencer. Un vendedor increíble, tomó lo que tenía a mano e hizo la venta.
Después, una cosa llevó a la otra y salió la pregunta: "¿tenés novio?" "No, parece que los chicos no se enamoran de mí", dije sin pensar en mis palabras, y fue tarde para volver atrás.
"¡Qué raro! una chica tan linda e inteligente como vos..." me dijo. "Si, seré linda e inteligente pero parece que a los chicos les gustan las feas o las tontas, no sé..." respondí totalmente adentro del juego semi-psicoanalítico.
"Mirá, por un lado mejor, quedate sola, los hombres argentinos son una porquería, son todos unos boludos, con perdón de la palabra".
"Y me lo decís vos que sos hombre... bueno, por lo menos es la mirada de uno del mismo género", dije sorprendida.
"Ah, pero no soy argentino, soy italiano y viví muchos años en Estados Unidos... Igual, los hombres de todo el mundo son una mierda. Yo soy separado... Pobre mi ex, le metí los cuernos con cuanta mina pude..."
En ese momento ya estaba pensando ¿por qué tengo que saber sobre su vida amorosa? en fin, ya había empezado la charla y me iba a quedar hasta el final.
Luego de confesar su repetido adulterio y aclarar que él de joven estaba bastante bueno siguió preguntando sobre mi relación con los individuos del sexo masculino.
"Sabés qué es mejor, que los uses... los tenés para tener sexo y listo..." "No sé, es como despreciarlos, aunque ellos lo hagan, no me creo tan basura para hacer lo mismo" dije desde una moral que ni sabía que tenía. Entonces, don Alfredo, inexplicablemente, cambió su discurso.
"No tenés que irte a la cama en la primera noche, hacelos laburar... que te lleven a comer, que te hagan el novio, pero vos no te pongas de novia, ¡eh! que se lo crean ellos... y si no, te buscás un viejo con plata que te ponga un departamento y listo... Yo tengo uno en Caballito, pero ahora lo alquilo", me dijo, así de la nada. A lo que respondí, "en realidad, prefiero seguir teniendo mala suerte que usar a un viejo..."
"Está muy bien, así hay que ser".
Justo en ese momento entró otra clienta al negocio y don Alfredo tuvo que hacer su trabajo. Me despedí dándole las gracias por la charla, tan poco clara y educativa y él con el consejo de que era mejor estar sola que mal acompañada, que no busque porque así no llegan y que, si todo lo lindo del amor seguía fallando, que me buscara un señor entrado en años y con plata en el banco, así podía vivir holgada y haciendo lo yo quisiera.
Por ahora, intentaré con los dos primeros y, si me va mal... veré.

sábado, 26 de septiembre de 2009

Acceso: negado

Había pasado una noche bastante mala, con sueños extraños y esas cosas y, para colmo, ese martes sólo tenía dos horas de clase, es decir, me tenía que hacer el santo viaje de todos los días solo por dos horitas (lo que se traduce: iba a tener que estar más arriba del colectivo que en tierra firme, un embole).
Con la cabeza como adentro de una murga, me subí al colectivo. Como eran las 12 y media del mediodía, encontré un asiento. Me senté, me dispuse a leer, pero me ganó el sueño y me dormí. Pero me dormí como uno se duerme en los colectivos, a medias, con un ojo en el otro mundo y el otro en este. Así llegué a la Autopista y pude advertir que el colectivo no subió, que siguió por el costadito. "Qué raro" pensé "ya subirá en Bernal".
Pero no, pasó la subida de Bernal y siguió y siguió.
En ese momento la gente se empezó a preocupar y a mover de sus asientos. Yo, mientras tanto, seguía con un ojo abierto y el otro cerrado. Hasta que escuché al chofer que hablaba con uno de los pasajeros: "Y, cortaron todas las subidas... y los puentes... no sé por dónde vamos a entrar"
Eso para mí fue peor que un despertador.
Iba a llegar tarde y, para colmo, la murga seguía tocando en mi cabeza. El día perfecto.
En eso, un hombre que estaba sentado atrás mío empezó a llamar a su trabajo. "Decile a Daniel que está todo cortado... que voy a llegar tarde. Avisale a Carlitos, porque... claro. Mirá, creo que estoy en Sarandí, pero no sé por donde mierda va a entrar... Sí, tengo el boleto." Acto seguido comenzó a soplar. Pobre, insoportable.
Al cabo de más de media hora, paramos en una esquina donde se subieron una mujer y un chico. El colectivero intercambió palabras con una persona que estaba en la vereda "guiando" a los automovilistas, y en eso escuché: "che, pibe, vos lo podés guiar". Pero no, al contrario de lo que todos pudieron prever, la señora fue la que guió perfectamente al chofer hasta la subida de Dock Sud (¡les tapó la boca! pensé, claro... yo no puedo guiar a nadie ni dentro de mi casa).
Al cabo de más de una hora y media, y luego de haber intentado por muchos lugares y no haber podido, por fin el colectivo atravesó el Riachuelo y entramos a las Ciudad de Buenos Aires.
Ese día aprendí algunas cositas, como por ejemplo: mucha gente confunde el Puente Pueyrredón con el Puente de la Boca, no son el mismo puente, se los aseguro. Cuando la gente está nerviosa puede poner nerviosa a otras personas y eso, en una situación tensionante de por sí, no ayuda. Y, por último, cuando hay un corte sorpresivo lo mejor es relajarse y disfrutar de los nuevos paisajes.

domingo, 20 de septiembre de 2009

El eterno retorno...

Dicen que el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra. Bueno, debo reconocer, de una buena vez por todas, que estoy incluida en esa categoría animal. Es decir, con una vez no me alcanza para darme cuenta de las cosas, algunos dirían que soy lenta, yo digo que no, que lo mío es más bien una necesidad de confirmar que, efectivamente, si una vez dije que no lo iba a volver a hacer era por algo.
Bien, después de pequeña explicación que intenta, sin lograrlo, exonerarme, paso a contar lo que me pasó:
Era miércoles y había quedado con mi gran amiga Lau (no la de Mar del Plata, si no la de la gran caminata luego del recital de Cerati ¿se acuerdan?) en encontrarnos para ir a la facultad, votar y, de paso charlar un rato de nuestras cosas, obvio.
La pasé a buscar por su casa y, como es nuestra costumbre, emprendimos la caminata desde Almagro hasta la facultad que está en Caballito.
Todo muy lindo, la charla amena, el clima casi primaveral.
Llegamos a Puan 480 y nos dirigimos al tercer piso (lugar clásico de votaciones), pero esta vez las mesas se dividían por letras y claro, el apellido de Lau empieza con "P" y el mío con "G", por lo tanto teníamos que recorrer el edificio buscando nuestras respectivas mesas. Lau votó sin problema. Pero, claro, a mí algo me tenía que pasar. Resulta que como ya me gradué de casi todo lo que podía por la carrera, no aparezco en los padrones por lo que tuve que hacer un pequeño trámite que, por suerte, fue breve.
Luego del pequeño percance, salimos de la facultad y nos encaminamos a la avenida Rivadavia, cuando recordé que no había subtes.
Tenía dos opciones: o volvía sobre mis pasos y me iba a avenida Directorio y me tomaba el 126; o me tomaba el 85 y me bajaba directamente en el centro de Quilmes (pequeño dato, a las cinco y media tenía que encontrarme con mi hermana para acompañarla a hacer unas compras y no quería llegar tarde... )
Medité unos segundos y decidí tomarme el 85...
El recorrido de este colectivo es demasiado largo y denso. Yo lo sabía, me lo había tomado una vez hacía como 10 años atrás y me había jurado no volver a tomarlo, pero como el encuentro con mi hermana apremiaba, me lo tomé.
Al principio fue incómodo: tenía un codo clavado en la cintura, una cartera apoyada en la nuca y, algo que resultó sumamente asqueroso, una cola apoyada en mi cola (¡y yo sin poder moverme!)
Luego, el viaje pasó a ser desconcertante: el colectivo andaba, y andaba, y yo no sabía dónde estaba, hasta que pasamos la Iglesia de Pompeya. "Bueno, en breve cruzaremos el Riachuelo", pensé, que era el único indico que tenía del paso a provincia.
Cruzamos el puente Alsina y entramos al GBA... pero no sabía en qué partido estaba, hasta media hora después que vi un gran cartel que decía "Partido de Lanús". Faltaba mucho para Quilmes...
La cuestión fue que mientras yo estaba apretujada en el 85, mi hermana hizo sus compras, y yo hasta no llegar a Mitre y Las Flores (Wilde) no sabía en qué parte del mundo estaba.
Cuando llegué a Quilmes me bajé, debo confesar que estaba de muy mal humor, despeinada y con una sensación de picor en todo el cuerpo.
Cuando me encontré con mi hermana lo primero que le dije fue "Haceme acordar que nunca más que tome ese colectivo". "Bueno", me dijo ella, pero yo sé y ella también sabe que en algún momento volveré a tropezar con el mismo cascote y volveré a tomarme el 85.

miércoles, 26 de agosto de 2009

Y un día quise aprender a manejar

Una de las preguntas más frecuentes que mis amigos y/o conocidos me hacen cuando les cuento mis problemas/anécdotas en los transportes públicos es: ¿y por qué no te comprás un auto? A lo que rápidamente respondo (y ya es clásica mi respuesta): ¡Es que yo con un auto soy más peligrosa que un mono con navaja! Y, automáticamente, comienzo a narrar la historia del día que quise aprender a manejar:
Corría, aproximadamente, el año 1996, yo contaba con 16 añitos y se había despertado en mí la necesidad de saber qué se sentía controlar una máquina. La cuestión era que no quería ir a una escuela de manejo, y sabía que con mi papá no podía aprender porque él se ponía muy pero muy nervioso cuando intentaba enseñarme algo (en fin, típica dinámica entre nosotros: él piensa que porque soy su hija tengo en mi genética todos sus conocimientos y, claro, cuando se da cuenta que no es así, se frustra...).
Entonces, hablando con un tío sobre mis ansias de aprender él se ofreció a enseñarme. Arreglamos día y lugar: sábado, después del almuerzo, en la casa de mi abuela.
La zona era perfecta: un barrio tranquilo, con calles por donde no pasaban muchos autos. El profesor, inmejorable (pensaba en esa época), un ex colectivero, ex taxista y prominente mecánico. Nada podía salir mal.
Mi tío hizo que me sentara en el asiento del conductor (me sentía Penelope Glamour). Me dijo: "apretá ese pedal y girá la llave", lo hice y rrrrrmmmm, ¡arrancó el auto!
Después me dijo: "ahora mové la palanca de cambios, en esta dirección" (confieso que no me acuerdo ni de los movimientos, ni del nombre de los pedales, así que mis explicaciones son bastante pobres, perdón...).
"Ahora, apretá el acelerador" (de ese sí me acuerdo), y mágicamente el auto estaba en movimiento y yo lo estaba dirigiendo.
"Derechito, derechito... llevalo así... despacio... muy bien." Esas fueron las palabras de mi tío en las dos primeras cuadras, es decir, todo iba perfecto hasta que...
"¡Doblá, doblá, Valeria, por favor!" Confieso que pude sentir el horror en su voz.
"Ya doblo", dije con la paciencia que me caracteriza en los momentos tensos (bueno, no en todos) y cuando, efectivamente, doblé, un camión bastante grande casi casi nos rozó.
"¡Cuándo te digo doblá, por favor hacelo!" me dijo mi tío casi descompuesto.
"Bueno, lo iba a hacer pero quería hacerlo tranquila..."
Manejé toda esa cuadra y las que quedaban para llegar al punto de partida.
Frené en la puerta, nos bajamos y después de tomar unos mates y contarle a mi abuela mi primera experiencia al volante, me despedí de todos y de mi tío al que le pregunté por nuestra segunda clase.
"Yo te llamo y te aviso cuándo puedo", me dijo...
Nunca me llamó...
En ese momento comprendí que todos tenemos un rol dentro de los vehículos, y que el mío es, por el momento, el de copilota, por mi seguridad y por la del mundo entero.

martes, 18 de agosto de 2009

De levante en el 159

Hay cosas que no pasan por casualidad, o si, pero a veces hay pequeños actos que direccionan el día.
Me había tomado el 159, como de costumbre, en el Correo Central y, como dos personas detrás mío subió una chica con un vaso de café, de esos que venden en Café Martínez para llevar. Raro porque el colectivo iba lleno, muy lleno y la chica no iba a tener de dónde ni con qué agarrarse si mantenía el café consigo.
Todo se desarrollaba con tranquilidad mientras ella tuviera una de sus dos manos libres, pero justo en el momento en el que el colectivo se dirigía al peaje de Dock Sud (quien ha viajado alguna vez sabe que en ese momento hay que agarrarse si o si de algo porque si no te vas contra lo que tengas atrás o adelante, dependiendo siempre de la orientación del viajero), decía, justo en ese instante a ella se le ocurre hablar por teléfono (sospecho que algo tan importante que no podía esperar cinco minutitos a que el colectivo fuera en línea recta).
Ella intentaba hacer equilibrio, entre el café y el teléfono, cuando el muchacho que estaba paradito a su lado le dijo: "¿Querés que te tenga el café?"
"No, gracias", dijo ella con un linda sonrisa (que no vi pero intuí)
"Dale, te lo tengo así hablás tranquila" insistió él.
Y ella no pudo negarse.
Cuando terminó su conversación, que duró menos de un minuto, el chico le devolvió el café y, claro, comenzaron a hablar del café: que si era de máquina, que dónde lo había comprado, que a mí me gusta así, que a mí asá, en fin cosas de café, hasta que él le preguntó: "¿Venís del trabajo?" y debo confesar que lo único que escuché de ella fue "sí", porque lo que siguió de su respuesta me fue vedado tanto por el ruido del colectivo como por su suave y delicada voz.
Acto seguido, creo, ella le preguntó dónde trabajaba él a lo que respondió (y lo escuché muy bien, porque el tipo estaba muy orgulloso de su trabajo) "Trabajo en lo que me gusta, por suerte... En el teatro, dirijo la administración y también estoy en la parte artística, casualmente estreno una obra en septiembre."
Ella habrá dicho algo así como "¡qué bien! ¡qué lindo!" y él continuó hablando con el pecho henchido de orgullo.
En eso llegó la pregunta que todos, a esta altura estábamos esperando... bueno, una de las dos preguntas que estábamos esperando: "¿Dónde vivís?" y ella respondió: "En Quilmes". A lo que siguió el clásico: "¡Qué viaje que tenés! ¿te vas todos los días a Capital?" Y ella dijo algo que no nos esperábamos (me atrevo a hablar en plural porque tengo la sospecha que no era la única que estaba escuchando): "Si, y a veces voy con mochila y bolsos, porque mi novio (¡!) vive en Capital y tengo muchos amigos allá."
Sin embargo, no lejos de achicarse o deprimirse por la revelación, nuestro galán le dice (promediaba ya casi el final del recorrido): "¿Me pasás tu mail así te invito a ver mis obras? porque no solo en septiembre estreno una, en octubre tengo otra que escribí yo." Y ella, al contrario de lo que puedan pensar muchos, se lo dio.
Luego de esto ella se bajó, pero antes se despidieron con un beso en la mejilla, un gracias por el café (sic) y un te escribo.
Increíble, a veces las cositas más tontas, como comprarse un café a cuatro cuadras de la parada del colectivo, pueden provocar los encuentros más inesperados.
Ahora resta imaginar la continuación: ¿él le habrá escrito? ¿ella habrá respondido? ¿se volverán a ver en el colectivo?
Cuántas preguntas, espero poder contestarlas algún día.

domingo, 9 de agosto de 2009

Casi casi


Luego de una hermosa tarde/noche de cine y cena con mis dos grandes amigas Virginia y Laura, decidimos despedirnos y marchar cada una para sus respectivos hogares.
Así que como Laura y yo nos encaminábamos para el Correo Central y estábamos por Corrientes, decidimos tomarnos el subte B.
Eran, aproximadamente, las 9 de la noche.
Subimos al subte en la estación Uruguay. Justo en nuestro vagón había un señor que caminaba de una punta a la otra hablando de Jesús, de su reino, de lo bueno de unirse a él y esas cosas. Caminaba con un libro en la mano e iba predicando su fe a los gritos. Confieso que esas cosas me ponen un poco tensa por lo que intento, cuando es posible, mirar para otro lado. Fue en una de esas huidas en las que miré para el vagón de adelante y lo vi.
Era él, mucho mejor vestido, hasta lindo diría, con su parlante y sus movimientos.
"¡Lau, el chico de la vuelta mortal!" Le dije a mi amiga con visible emoción.
"¿Dónde?" preguntó. "En el vagón de adelante" respondí.
Y cuando ella iba a mirar, el predicador se paró justo en la puerta, obstruyendo su campo visual.
Tuvimos que esperar a que comenzara a caminar de nuevo, pero como la visión era dificultosa optamos por sentarnos en los asientos de enfrente.
Lamentablemente, a pesar de intentar maniobrar nuestras cabezas para poder verlo bailar (yo por segunda vez y Laura por primera) fue imposible, pues el bailarín se nos había escabullido justo después de que el predicador había comenzado a caminar.
Entonces, ya saben, él anda por ahí ofreciendo su danza en la linea B, y sigo insistiendo, si lo ven después diganme si logró hacer la vuelta mortal.

domingo, 12 de julio de 2009

La mortal

Había salido de un encierro de casi ocho horas de lectura constante y, por suerte, había podido sentarme en uno de esos cómodos asientos que ostenta la línea B del subte. Iba muy tranquila pensando en todas las cosas que había leído y había llegado a la conclusión que si no hubiera tenido que corregir esas dísmiles notas para esas eclécticas revistas nunca las habría leído.
Mientras mi mente deambulaba entre el pompón de lana que había aprendido a hacer gracias a una revista femenina y, si los zapatos de la chica que tenía sentada frente a mí eran lindos o más o menos lindos o, directamente, feos, algo me hizo volver a la realidad del vagón del subte.
Por el pasillo que dejan las dos filas de asientos iba avanzando un chico de aspecto extraño. Estaba vestido como un mendigo, su piel era muy similar a la de los mendigos, ya que tenía ese color particular que oscila entre bronceado y sucio, tenía unas zapatillas que parecían bastante nuevas y sobre uno de sus hombros cargaba una gran caja negra.
Caminó unos pasos, se detuvo al lado de una de las puertas, dejó la caja en el suelo y se acercó a dos chicos que estaban parados en frente de la puerta contraria donde él había dejado la caja.
"Se van a tener que correr" les dijo y los chicos lo miraron consternados o, por lo menos sus cuerpos se movieron como se mueven los cuerpos cuando algo desconcierta a las mentes que los controlan.
"Se van a tener que mover porque necesito esta puerta para apoyarme cuando haga la mortal".
Los chicos alzaron los hombros. Uno se corrió y el otro estaba medio indeciso.
"Bueno, si no te corrés, quedate quietito, porque te puedo patear." El chico se paró bien derecho junto a la puerta.
Luego de esta introducción y con todo el vagón mirando al supuesto mendigo, éste se acercó a la caja negra, que en realidad era un parlante, apretó un botón y de él comenzó a salir música de Hip Hop. En ese momento el falso mendigo comenzó a bailar. Daba vueltas por el piso, hacía movimientos de atrás para adelante con sus piernas, se contorsionaba, todo muy impresionante hasta que llegábamos a alguna estación, donde apagada la música, pedía aplausos y monedas. A cada moneda él repetía: "Qué grande, la rubia" por una chica que le había dado una o "qué grande, la señora", por el mismo motivo.
Él siguió bailando hasta Alem, donde, por supuesto me tuve que bajar y, hasta ese momento no lo vi hacer la mortal contra la puerta del vagón.
Entonces, si alguno de ustedes llegara a tomarse el subte B a eso de las 7 y media, 8 de la noche y se topa con este personaje, por favor, cuentenme si pudo hacer la mortal.

domingo, 21 de junio de 2009

En un papel...

Las experiencias que voy a contar me pasaron en dos momentos muy diferentes y en dos vehículos muy distintos, pero las historias son bastante similares.
La primera sucedió allá por 1999, cuando iba desde La Plata a la ciudad de Buenos Aires a visitar a mi enamorado de entonces.
Subí al tren en la estación de La Plata y me senté. Saqué mi libro y me dispuse a leer, ya que el viaje era por demás largo
Al lado mío, en el sitio más preciado de todo tren, es decir, al lado de la ventanilla, estaba sentado un chico que, por lo que pude presentir, me miraba. Obviamente que lo primero que siempre tiendo a pensar cuando alguien está a mi lado y me mira y, justamente, tengo un libro en las manos, es que quiere saber qué estoy leyendo o leer de reojo (el ladrón juzga a todos por su condición, dicen), entonces, cerré el libro para que pudiera ver la tapa y después seguí leyendo con una leve inclinación hacia su lado (algo que a mí me gustaría que hicieran los demás).
En un momento, como suele pasar cuando se viaja en tren, llegamos a la estación donde el muchacho debía bajar. Me pidió permiso pero, antes de pasar y bajar de la formación, me dio un papelito. Luego se bajó y me saludó con la mano desde el andén.
Cuando abrí el papel el chico había escrito su nombre, su teléfono y la frase: "Para una amistad telefónica."
Cerré el papelito y lo enganché en el metal que servía de "marco" a esa ventanilla del tren, pensando que, tal vez, a alguien le podría interesar ese tipo de amistad. Igualmente, debo confesar que la reacción del muchacho me causó mucha ternura...
La segunda historia ocurrió hace unos días. Salía tarde y cansada de un nuevo trabajo y, como de costumbre, fui a tomarme el colectivo.
Subí, saqué boleto y, para mi sorpresa, me senté.
El viaje fue de lo más cómodo. Estaba sentada, al lado de la ventanilla, y el colectivo avanzaba sin tropiezos por la autopista.
La cuestión es que cuando me estaba por bajar, luego de tocar el timbre y de mirar al colectivero porque no me abría la puerta, escucho que éste me llama y me dice: "Vení, que te olvidaste el boleto."
"Ahh", dije yo entre dormida y asombrada, porque convengamos, para qué me iba a servir el boleto si ya me bajaba del colectivo, ¿no?
Me acerqué y agarré el boleto. "Gracias, chau", le dije.
"Espero que mires el boleto" me dijo él... "Si, si..."
Cuando el colectivo se fue miré el boleto que decía "Diego..." y el número de teléfono.
No pude evitar sonreír y recordar la historia del chico del tren y, por qué no decirlo, me di cuenta que cada diez años un desconocido siente el impulso de escribirme su teléfono en un papel, y mi pregunta es... ¿quién me lo escribirá en el 2019?...

domingo, 14 de junio de 2009

El hambre y las ganas de comer

Hacía algunos días que veníamos planeando con dos amigas encontrarnos a cenar y después salir a tomar algo y decidimos que ese día iba a ser el viernes.
Arreglamos en ir a cenar a la casa de Vir, pero como ella tenía algunas cosillas que hacer íbamos a ir para su hogar a eso de las 9 de la noche. La cuestión era que yo salía de mi trabajo a las 5 y Lau (la recordarán de historias como la de "Villa Victoria") salía 7 y media del suyo, por lo que convenimos en encontrarnos primero nosotras y luego ir a la casa de nuestra otra amiga.
Hasta, aproximadamente, las 4 y media yo no tenía idea ni dónde y a qué hora se produciría el primero de los dos encuentros, y como no tenía posibilidad de tener acceso a ningún medio de comunicación, por ser uno de esos días en los que tengo ocho horas seguidas de clase, esperaba que Laura me enviara un mensaje a mi celular.
El mensaje llegó y, para que la historia sea entendida en su totalidad, voy a transcribirlo literal:
"Amiga, no llego a las 7. En sta y cabildo 7 y 30. Tá bien?"
A lo que rápidamente contesté: "Dale. Besos"
Bien, la cuestión es que yo interpreté en la calle Santa Fe y Cabildo y, como no me sonaban como calles donde alguna vez me hubiera encontrado con alguien, busqué en mi guía, donde indicaba que una era continuación de la otra, por lo que deduje que nos encontraríamos donde las calles cambian de nombre.
Había un subte cerca, estación Carranza. No podía confundirme... eso pensaba yo.
Entonces, terminé mis clases y las salí a la calle pero como era temprano opté por ir caminando hasta Santa Fe y ahí tomarme al subte. Caminé, miré vidrieras (sí, como buena doña) hice tiempo en alguna que otra librería (para no perder la costumbre) y a eso de las 7 y cinco fui hasta Pueyrredón y me tomé el subte.
Llegué cinco minutos antes por lo que me puse a esperar con calma. Cuando las 7 y media se habían convertido en y treinta y cinco y, sabiendo que Lau es bastante puntual, le mandé un mensajito para ver por dónde andaba y escribí: "Lau, estoy en santa fe y arevalo salida dl subte carranza. Cual es cabildo?" pensando que le había errado de salida.
Ella me contestó que yo estaba muy lejos del lugar pautado para nuestro encuentro, que me había bajado como dos estaciones antes. Realmente estaba confundida. ¿Qué había leído cuando leí el mensaje donde indicaba el destino de nuestro encuentro? ¿tan despistada puedo ser?
Con esas preguntas en mi cabeza y mucho enojo conmigo misma empecé a caminar, supuestamente, en dirección a la estación de subte en la que estaba mi amiga. Caminé casi tres cuadras cuando descubrí que estaba caminando en la misma dirección que el tránsito y, si algo aprendí en estos años es que el subte va en la dirección opuesta.
Confieso que cuando me di cuenta dije en voz alta "¡mierda, por qué soy tan boluda!" por suerte no había personas a mi alrededor.
Volví a la salida de la estación Carranza y como Lau me había dicho que en cinco minutos llegaba y no estaba y, además, me había mandado un mensaje preguntando mi ubicación, decidí llamarla:
"¿Dónde estás?" preguntó; "en la salida de Carranza" respondí. "Pero describime el lugar porque estoy ahí y no te veo", me dijo.
"Es un lugar con muchas plantas, hay un bar... estoy en la esquina de la casa de Vir" "Bueno, ya voy, quedate ahí."
Cuando llegó no pudimos evitar reírnos y aclarar cuál fue nuestro equívoco: solamente el de confundir la calle Santa Fe con la calle Juramento...
Y bueno, ya lo hemos dicho hasta el cansancio, entre las dos no hacemos una persona con sentido de la orientación...

sábado, 6 de junio de 2009

Curiosidad lingüística

Hace unos días, en una de mis clases, estaba leyendo un cuento de Borges cuando me sorprendió reconocer el doble sentido de un verbo. Verbo que, creo, es la escencia más pura de este espacio:
En mi diccionario dice:
Errar: obrar con error; no acertar // equivocarse; engañarse...
Pero también dice:
Errar: Andar vagando de una parte a otra // divagar el pensamiento, la atención, la imaginación.
Puede ser que algunas personas piensen que esto es casualidad, pero yo creo, puedo decir que firmemente, que la segunda definición, en mi caso, es la causa indiscutida de la primera.

domingo, 31 de mayo de 2009

Se supo... ¡es mi culpa!

Era martes, y como muchos martes de este año tenía una reunión con mis compañeros de grupo de estudio, el único temita era que yo había salido del trabajo a la una y el encuentro era recién a las seis de la tarde. Por este motivo decidí ir hasta la facultad a buscar un papelito que había olvidado retirar y hacer un poco de tiempo.
Fui hasta Puan, pasé por el Departamento de Alumnos, busqué mi papel, caminé por los pasillos, vi algunas caras conocidas, aunque la mayoría de las caras ya son desconocidas para mí y opté por ir a tomar el subte y acercarme a la zona de 25 de mayo donde se efectuaría mi encuentro con el saber.
Eran las tres y media cuando bajé en Plaza de Mayo, es decir, me quedaba bastante tiempo hasta mi reunión, entonces se me presentaron dos opciones: podía ir a un bar y leer uno de los textos pautados que no había podido leer antes mientras me tomaba un café y comía algunas medialunas mantecosas; o podía ir a sentarme a un banquito cerca del agüita en Puerto Madero.
Aunque hacía frío no tuve que pensar mucho.
Comencé a caminar hacia Puerto Madero y cuando llegué busqué un banco que estuviera solo, así podía sentarme a mis anchas. Encontré uno al que le daba la sombra pero, aunque estoy acostumbrada a leer en el colectivo, decidí buscar alguno que estuviera al sol porque me pareció un poco incómodo leer sacudida por el frío.
Divisé uno al que le daba el sol y fui rápidamente.
Mientras estaba muy concentrada leyendo una discusión sobre quién es apto y quién no para dar muerte a otro y hasta dónde llega la legitimidad de la violencia (si si... a veces leo cosas interesantes) se me acercó un muchacho que me dijo:
"Disculpame ¿te puedo hacer una pregunta?" Claro que le respondí que sí pensando que me iba a preguntar una calle.
"¿hacés ejercicio?" "No" y la respuesta fue acompañada por una gran cara de consternación.
"Ah, porque tenés condiciones..." comenzó a decir y puedo jurar que fue lo único que entendí porque después de eso empezó a vomitar palabras, entre las que pude entender: "Palermo, vida sana, aire puro", pero no puedo especificar el orden.
En mitad de su discurso y señalando mis fotocopias le dije "Disculpame, pero estoy muy ocupada", él seguía hablando. Repetí oración y gesto sin exagerar dos veces más hasta que se calló, me miró y me dijo:
"Pero mirá que yo no soy ningún gil, ¿eh? tengo 38 años, laburo, no soy ningún gil."
"No, nunca dije eso, es que estoy muy ocupada" contesté con mi mejor cara.
"Entonces ¿no querés que arreglemos para salir?" "No" dije ya un poco (bueno, bastante) más seria.
"¡Bien, ves, ves -decía mientras me señalaba acusadoramente- por eso el país está como está, ves! ¡Por tu mala onda!" y se fue mirándome con rabia...
Así que, ni crisis mundiales o nacionales, malas políticas externas ni internas o corrupción y esas cosas... no, esas cosas no son la causa de que el país esté como esté, es únicamente mi culpa... ¡perdón!

domingo, 17 de mayo de 2009

¡Taxi!

Estas son tres historias que ocurrieron el mismo día, en las tres hay taxis y taxistas, pero las tres se dieron con una continuidad que ni siquiera yo (que saben que estoy acostumbrada a que me pasen cosas que no espero) esperaba:
La primera sucedió cuando me iba de la casa de una amiga a una lectura de poesía que organizaba un movimiento de profesores de español y en el que participaba otra amiga.
Llamamos a un taxi que llegó a los quince o tal vez veinte minutos de haber llamado. Me subí, di la dirección, siempre dudando de haber dado bien el dato, corroborando con la guía y demás cosas que acostumbro hacer. El viaje iba a ser larguito por lo que decidí preguntarle al taxista si tenían mucho laburo (era viernes, claro que me iba a decir que sí), la cuestión fue que el señor era afecto ala charla, así que comenzamos a hablar. Lo de siempre: el trabajo, es decir, su trabajo, que le gustaba laburar de noche, que en veinte años nunca había tenido la necesidad de cambiar de turno que eso le cagó el matrimonio, pero que sus siete (sí, siete) hijos lo querían mucho que por eso cuando se separó de la "guacha" (sic) de su mujer los chicos habían decidido quedarse con él, que hacía poco que había cumplido años y que lo había festejado con una amiga en un telo la noche del sábado para el domingo, aunque a él le hubiera gustado hacer algo el domingo, que, a veces, tenía discusiones con sus pasajeros pero que en alguna que otra oportunidad había terminado en un hotel con alguna pasajera ("por suerte no es mi caso" dije, por las dudas). Yo le conté que una vez un taxista había querido convertirme al evangelismo, con el débil argumento que hay muchos y buenos muchachos entre sus líneas (pero fue insuficiente para sacarme del politeísmo extraño que profeso) y, cuando la conversación se estaba poniendo bastante incómoda llegamos. Cuando me bajé me dijo "bueno, yo quise convertirte en esposa y no pude..." "y... difícil que yo cambie de opinión. Gracias, suerte, chau".
Escuché algunos poemas, no voy a exagerar, algunos estaban bastante bien y otros... no el poema en sí, si no la lectura me dio medio como vergüenza ajena. Lo malo de la noche fue una chica que decidió llevar un cuentito de unas treinta hojitas indigerible para la una de la mañana; así que cuando la chica dijo: "listo, gracias por escuchar y perdón por lo largo", mis amigas y yo decidimos partir. La pregunta era "¿taxi o colectivo?" "¡taxi!" Y acá comienza la segunda historia:
Con una amiga de mi amiga que justo iba para la zona de Congreso nos tomamos un taxi que a las quince cuadras ya marcaba en el relojito $30 y que dicho relojito hacía un ruidito raro e iba a una velocidad nunca vista. Entonces, la amiga de mi amiga me dice: "Che, ¿no va muy rápido eso?" y como yo soy medio lenta para esas cosas le dije "sabés que me parece que sí, pero no sé...", entonces, "disculpame, ¿el reloj funciona mal, no?" "Sí, ¿ustedes hasta dónde van?" "Hasta Paseo Colón y Alsina" dije, sin darme cuenta que no era un buen lugar para esperar el colectivo a las dos de la mañana. "Bueno, lo dejamos en $20" dijo el taxista, y así fue. Cuando la amiga de mi amiga se bajó el relojito marcaba más de $60. "Con esa plata voy hasta mi casa" le dije al taxista, y creo que la pequeña humorada no le gustó mucho. en fin, me bajé en una zona no muy agradable de la avenida y me dispuse a esperar (cagada de miedo) el bendito 159 que me llevaría a mi hogar.
Estuve cinco minutos sola en la parada hasta que llegaron dos chicos y, al ratito, otro más. Los dos primeros se fueron rápido pero el tercero se quedó. No puedo explicar por qué pero mientras estaba sola con ese hombre esperando el colectivo me sentía muy insegura, hasta puedo decir que tenía miedo y, lo peor fue que, por media hora no vino nadie.
Al cabo de esos eternos treinta minutos llegaron dos chicas que se pararon detrás del muchacho. En ese momento el alma me volvió al cuerpo, éramos tres mujeres, ya no estaba sola. Pero, luego de que una de las chicas se sentó en el suelo, pude ver, de reojo, como se ven las cosas en las paradas de colectivo, que las chicas muy rápidamente pararon un taxi y se subieron. "Uhhh, qué pena, otra vez sola con este tipo" pensé, pero para mi sorpresa el taxi no se movía, hasta que retrocedió y se paró justo delante mío.
Una de las chicas bajó la ventanilla y me dijo "Che, ¿no te querés subir al taxi, porque el chabón que está ahí se está masturbando?" Con sorpresa y desconcierto dije que sí y me subí. El taxista dijo: "Yo lo vi y no me quería ir, no te quería dejar sola... si te hacía algo lo cagaba a trompadas" "No me di cuenta, juro que no me di cuenta... como tenía un bolsito... más de media hora se estuvo haciendo la paja al lado mío..." Desconcierto total.
El taxista nos dejó en una parada con más luz y vida y se fue. Cuando me bajé del colectivo las chicas me recomendaron ser más atenta...
Lo bueno es que, como en casi todos los lugares, entre los taxistas también hay de todo.

domingo, 8 de marzo de 2009

Crónica costera...

Y por fin llegaron las vacaciones, las deseadas, anheladas vacaciones, así que partí a Mar del Plata con una gran amiga a hacer nada.
Un detalle importante es que tanto mi amiga como yo nacimos con la brújula descalibrada, así que iba a ser muy fácil para las dos perdernos, por lo tanto, a cada paso que dábamos y ante semejante certeza acudimos con mucha frecuencia a los peatones y/o kiosqueros, ya que por lo sabido, ninguna de las dos tenía confianza en la intuición de la otra.
Por ejemplo: varios días caminamos por las inmediaciones de San Martín y Rivadavia (que ya sé que no se cruzan, pero lo podría haber pensado...) cerca de ese lugar estaba el hotel donde me quedé cuando fui en abril del 2008 para un congreso (turismo intelectual, el más redituable cuando te reembolsan el dinero). Cada vez que pasábamos por la zona yo le decía a mi amiga "Por acá estaba el hotel donde me quedé"... pero el hotel nunca aparecía, hasta que un día... "Por acá estaba el hotel, te juro que era por acá..." "Basta, Vale, ya no te creo..." y el hotel apareció. No pueden imaginarse lo bien que me sentí.
Pero no era esto lo que quería narrar, sino nuestra visita a "Villa Victoria".
Villa Victoria es la que alguna vez fue la casa de Victoria Ocampo, gran mecenas del arte en general y que mi amiga me había promocionado como uno de los mejores lugares para tomar el té y comer ricas tortas.
Un día de lluvia decidimos, luego de ir al cine, ir a tomar el té o, directamente, a comer alguna cosa a la "Villa". Claro que ninguna de las dos sabía la dirección, pero era un dato menor en la época del internet.
Buscamos la información deseada y, luego del cine, nos encaminamos. Pero... "¿y qué colectivo nos tomamos?" "Preguntemos al kiosquero de ahí". El señor, muy amablemente nos recomendó el 511, colectivo que nos llevó a muchos lugares. Lo tomamos y le pedimos al chofer que nos avisara cuando llegáramos a Alsina y Matheu, cosa que hizo muy amablemente (o no, pero eso no importa). La cuestión que nos bajamos en una zona residencial, con casitas muy lindas pero muy oscura, teniendo en cuenta, además, que eran las 8 y media de la noche y estaba lloviendo.
Empezamos a caminar y, como era de esperarse, nos fuimos para el otro lado. Le preguntamos a un señor por la calle Matheu, pero no sabía, y nos mandó a unos negocios donde había lugareños. Ellos supieron darnos el dato correcto.
Cuando llegamos a la "Villa Victoria" vimos poca luz y dijimos "¡Uh, está cerrada!" Caminamos un poco más y vimos que había más luz "¡No, está abierta!"... Pero, no... estaba cerrada.
No quedamos paraditas, las dos enfrente del portón mirando fijamente al guardia que estaba muy tranquilo hablando por teléfono.
Él nos miraba y no venía, nosotras lo mirábamos y le hacíamos gestos, pero nada. Hasta que mi amiga se cansó y le gritó: "Disculpame, ¿está cerrado?"
Y el muchacho vino hacia nosotras con una símil sonrisa y, muy amablemente, nos explicó que la "Villa" estaba cerrada por fumigación y que la iban a abrir recién el viernes o el sábado, pero que llamáramos por las dudas. Mientras nos daba esos tristes datos había comenzado a lloviznar.
Le agradecimos, le preguntamos dónde estaba la parada del 511 para volver a casa y nos fuimos caminando ligerito, en la oscuridad y bajo la lluviecita marplatense.