domingo, 15 de abril de 2007

Los eucaliptos


Una noche volvía a mi casa después de cuatro horas de Sociedad y Estado y Economía (para mí un tramite después de dos años agotadores de cursada en la UNLP, pero bueno, todo cambio implica riesgos y haberme pasado a la UBA requirió mi paso por el CBC…), había esperado el colectivo, aproximadamente, por veinte minutos, hacía frío y tenía muchas ganas de estar en mi casa, pero me restaba una hora y cuatro de viaje. A las 21:30 hs. logré subirme al 159 L azul en la esquina de Av. Garay y Av. Paseo Colón.
Por suerte el colectivo venía relativamente vacío, gracias a lo que pude sentarme junto a la ventanilla. Saqué mi walkman y me dispuse a disfrutar del viaje, es decir, ver el paisaje, escuchar la musiquita que tenía en ese momento y ver a las personas que subían, permanecían y bajaban del colectivo.
Al estar sentada cerca del fondo podía ver el movimiento de los pasajeros sin preocuparme por ser vista, ideal para mí. Me encontraba en estas tareas cuando vi que subía un chico con visibles síntomas de mamúa, cuya humanidad se desparramó en el primer asiento individual que se encontraba detrás del chofer.
Desde donde estaba yo me pareció que el muchacho se había quedado dormido, nada trascendente.
El viaje iba desarrollándose como de costumbre.
El 159 L azul (el color es necesario ya que existe una L roja que va para otro lado… la línea MOQSA tiene todo fríamente calculado…) debe pasar por las inmediaciones de un barrio de emergencia conocido como “Los eucaliptos”, ya que está rodeado, atravesado, lleno de estos lindos arbolitos.
Mientras estaba doblando veo que el borrachín del primer asiento se levanta (un detalle: tenía un bolso enorme que le colgaba del cuello)… Por mi parte, mientras veía sus movimientos guardaba mis auriculares en el bolso seguro que cansada de escuchar lo que estaba escuchando.
De repente, justo en la esquina de “Los eucaliptos” el borrachín dice: “Todos quietos o los quemo” mientras metía su mano en el bolso en actitud de “tengo un arma, al primero que se mueva lo lleno de agujeritos” (obviamente nunca vimos si tenía un arma o estaba agarrando el mango de un cepillo)
“¡Denme todo lo que tengan! ¡La billetera señora! ¡quiero la guita! ¡A ver vo’!” Era lo que gritaba mientras avanzaba obteniendo el fruto de sus ruegos.
En ese momento yo había sacado el monederito donde había guardado todas las monedas que tanto esfuerzo me había llevado juntar, un monederito muy lindo, y como él quería el dinero (y yo soy muy obediente) estaba intentando sacar todas las monedas, porque el monedero era mío y me gustaba mucho y ¿para qué lo iba a querer él?… Cuando llegó a mi asiento me miró realizando mi labor y me arrancó el monedero de las manos… Quedé dura… las monedas no me importaban, pero ¡el monedero! Era una de esas cosas de las que uno no quiere desprenderse nunca, que tienen un valor particular, y había pasado a manos de un ladrón que se había bajado del colectivo y había empezado a correr por las calles internas de “Los eucaliptos”.
El chofer arrancó y después de dos cuadras donde los comentarios iban desde “Estaba con todo encima” pasando por el nunca y bien ponderado dicho de las personas mayores “ese chico estaba drogado” llegando al “por suerte no tenía los documentos en la billetera”; el chofer frenó el vehículo y nos dijo “¿Quieren ir a la comisaría?” A lo que la mayoría respondió “No”, salvo algún justiciero anónimo que dijo un tímido “Si” que nadie oyó.
Y yo solo podía pensar en mi monedero perdido al que nunca pude suplantar…

lunes, 2 de abril de 2007

Bestiario


No sólo de extravíos se vive, existen también otro tipo de experiencias dignas de ser narradas.
Las que siguen son tres breves historias, ocurridas en distintos momentos de mi vida, que poseen un mismo hilo conductor… bichos, alimañas, como gusten…

Cara a cara

Esa tarde (casi noche diría teniendo en cuenta que era invierno, y que a las siete ya está oscurito) volvía a mi casa nuevamente desde Congreso, nuevamente en el 98, pero, esta vez, en el ramal correcto.
Había encontrado, por suerte, un asiento individual desde el que podía apreciar el bello paisaje que me ofrecía la ciudad (contando Constitución y Avellaneda).
El viaje transcurría (para maravilla de todos) sin sobresaltos. Hasta que de repente vi una cosa extraña acercándose, sigilosamente, desde la ventanilla de adelante. Me paralicé.
Ella seguía acercándose. Era muy pequeña, roja y sus antenitas se movían sin parar. Cuando llegó al marco metálico de mi ventanilla se detuvo.
Inmediatamente cerré la boca (no es que la tenía abierta, pero apreté los labios, ya que siempre tengo la sensación, cuando hay algún bichito cerca –y más tan cerca- que se me va a meter en la boca o en el pelo… y bueno, nadie es perfecto…). La cucarachita estaba a quince centímetros de mi cara, podía distinguir cada parte de su cuerpito, cada uno de sus movimientos.
En ese momento lo único que podía pensar era que de un instante al otro iba a volar, o a dar un salto y se me iba a meter en el pelo. Entonces, muy suavemente, saqué un pañuelito descartable de mi bolso, lo hice un bollito (para evitar cualquier posibilidad de contacto entre ella y yo) lo aproximé al insecto y lo empujé lejos de mí, es decir, lo tiré para adelante.
No puedo asegurar el lugar exacto donde cayó, peor creo que la abundante y rulosa cabellera de una señora que estaba dos asientos adelante fue una pista de aterrizaje segura para el bichito.
Aunque sabía que no era así, cuando bajé del colectivo no podía evitar sentir cucarachitas caminándome por todo el cuerpo.


Saltando

Llegamos con mi hermana, luego de una amena tarde con amigos, a la Plaza del Correo de donde sale el 159.
La cola, que cuando llegamos no era muy larga, fue poblándose poco a poco, con el transcurso del tiempo.
Mientas conversaba con mi hermana sobre los acontecimientos del día, escuchamos que un chico que estaba con su novia detrás nuestro le decía “¡Mirá! ¡Mirá el árbol! ¡Uhhh!” Obviamente, no pudiendo resistirme a la curiosidad, también miré.
Aproximadamente a cinco metros de donde nos encontrábamos había un arbolito (muy parecido a esos árboles de cuentos de terror, todo torcido y con sus ramitas peladas) en cuya base había un hueco de donde salían ratitas.
En un primer momento solo eran dos que salían, despacio, como inspeccionando la zona, pero en pocos minutos eran alrededor de cinco ratitas saltando de acá para allá.
“¡Mirá parecen conejos cómo saltan!” Dijo la chica de la pareja que estaba atrás nuestro, y como nosotras estábamos mirando también el comentario se hizo extensivo.
“Es verdad, cómo saltan… hasta son simpáticas”, dijimos con mi hermana.
Lo interesante era que cada vez se alejaban más del arbolito, acercándose a los tachos de basura, a los puestos de panchos y galletitas (sí, un asco… pero bueno).
Cuando tomamos el colectivo (que se hizo esperar bastante, aunque con las ratitas estábamos todos muy entretenidos) pudimos ver cómo bajaban la parecita que separaba la tierra de donde habíamos hecho la fila del colectivo y pasearse tranquilas en busca de comida.


Verde

Había pasado una tarde digna de recordar, pero como todo lo bueno (o casi todo) tiene su final, tenía que volver a mi hogar, por lo que fui a la Plaza del Correo a tomarme el 159 semirápido.
Como era costumbre iba a viajar parada así que busqué un sitio donde pudiera agarrarme de los pasamanos de los asientos (ya que al otro, el del techo, no llego y no por ser muy petisa, ¡ojo! Sino porque los que construyen los colectivos tienen la idea falaz de que los argentinos miden todos del metro sesenta para arriba y no es así, ¿no?...)
Bueno ya ubicada y con el colectivo en marcha comenzó mi regreso.
Cuando estaba en la mitad del viaje veo algo moviéndose en mi brazo (por suerte yo tenía una campera, es decir, el brazo cubierto). Era un bichito verde, de forma romboidal que se movía, por suerte para mí, despacio. Inmediatamente apreté los labios (por lo comentado anteriormente) y miré a mi alrededor, nadie me miraba.
Entonces, rápidamente, con ayuda de mis dedos índice y pulgar expulsé al insecto de mi brazo.
Lo vi caer en la espalada de un chico que estaba detrás de mí… “¿Le digo o no?” Pensé, pero en eso veo que el bicho desciende por su espalda y pasa a su maletín (no voy a detallar el recorrido…) En ese momento el chico se sentó, pero el bicho verde seguía ahí, se había pasado a su pierna, y creo que ahí sintió el cosquilleo porque sin pausa le dio un manotazo que lo tiró al piso.
Calculo que alguien lo habrá pisado… y bueno… la vida del insecto es triste, no hay más vuelta que darle…