lunes, 27 de septiembre de 2010

El regateo

Era fines de junio (de 2010, por lo tanto, mes del Mundial de fútbol) y me había encontrado para almorzar con un amigo. Después de una comida por demás nutritiva, decidimos caminar un poco. Sin quererlo terminamos dando vueltas por Florida, calle de la que uno siempre quiere escapar pero en la que termina si se está por la zona.
Como era de esperarse, en un momento desembocamos en la Plaza San Martín donde, en pantalla gigante, se estaba transmitiendo el partido entre Uruguay y Ghana. Nos detuvimos unos minutos para ver como iba el juego y seguimos con el recorrido, intentamos salir del vallado que elegantemente había puesto el Gobierno de la Ciudad pero, obvio que fue difícil porque le dije a mi amigo que me siguiera y, claro, fuimos a dar a un sector que no tenía salida (en fin, la gente no aprende que no hay que seguirme).
Entonces, luego de subir y bajar escaleras, nos sentamos en uno de los banquitos de la Plaza y nos pusimos a conversar tranquilamente, rodeados por el sonido del partido y de las avenidas que rodean el lugar.
En un momento de nuestra pacífica charla, vemos que se acerca un señor visiblemente alcoholizado. enseguida me puse en guardia como para salir disparando a la mínima seña de mi compañero de banco, pero él se veía de lo más tranquilo.
El borracho (perdón si para la sensibilidad de algunos suena agresivo, pero el señor estaba borracho y no dudo que lo fuera) se acercó con una botella de vino debajo del brazo y, al agacharse para comenzar a hablar lo poco que le quedaba se le cayó al piso: "Cuidado que se te cae el vino", le dijo mi amigo, a lo que el señor respondió con un resoplido molesto, al ver el liquido regando la tierra, tomó la botella por el pico, la tiró cerca del banco y comenzó a hablar:
"¿No tenés $20 para darme?" Creo que los dos pensamos lo mismo: ¿no era mucho pedir $20? pero no, era una estrategia.
-¡Eh! no, no tengo -le dijo mi amigo.
- Dale, qué no vas a tener... $20 para comprar algo de comer...
- No, no tengo... tengo para viajar... -clásica respuesta para evadir la situación.
- Bueno... y... ¿no tenés $10?
Misma respuesta de mi compañero de almuerzo. A todo esto, yo estaba muda al lado de él, casi pegada a su cuerpo y lista para salir corriendo, pero él seguía tranquilo y hablaba con calma, cuestión que me tranquilizaba.
- Dale, qué no vas a tener... dale qué son $10...
- Mirá todos los uruguayos que hay, porque no vas a pedirle a ellos - le dijo. Entonces el borracho miró para donde estaba la pantalla y nos miró a nosotros y dijo:
-Ah... dale... ustedes son uruguayos... dale dame $5... dale, mirá, mirá...
Y empezó a revolver en la mochila que traía, cosa que, personalmente, me hizo asustar un poco mucho.
-Mirá, ves... no tengo nada... dale... $5...-decía mientras sacaba un buzo bastante sucio y otras telas que no supe identificar porque estaba mas preocupada tironeando del pantalón de mi amigo que prestando atención al bolso.
- Andá a pedirle a los extranjeros, no jodas mas -le dijo al borracho con un tono firme.
- Dale, que vos sos uruguayo dame $2, dale... si no sos argentino...
Mi amigo me agarró de la mano y nos fuimos, pero cuando nos estábamos yendo pasamos por al lado de un banco donde estaban sentados dos extranjeros que habían visto todo el espectáculo y mientras nos miraban pasar nos dijeron: "¡Vamos Argentina!" Les sonreímos y seguimos.
Caminamos unos pasos más y cuando nos dimos vuelta para ver qué había pasado con el borrachin que había bajado sus pretensiones de $20 a $2, lo vemos en pleno regateo con los turistas.
"Si no hubieran abierto la boca... pero bueh, gringos" dije y sin más seguimos nuestro paseo sin saber quién había ganado ni el partido de fútbol ni el nuevo regateo que, seguramente, había comenzado el señor alcoholizado.

martes, 17 de agosto de 2010

Entre las quejas...

Dentro de una ciudad es muy habitual ver bancos y, para algunas personas, es más habitual entrar, transitar y salir de ellos. Y por esto me atrevo (como alguna vez lo hice con algunas historias de bares) a incluir una anécdota que viví en uno de esos recintos.
Había salido de la Universidad de Quilmes con el último pago (por este año) por mis tareas como profesora en ese establecimiento y me dirigí al banco que está en frente de la estación de Bernal para que cambiaran mi cheque por vil metal.
Cuando entré en el banco, todo era normal. Saludé al señor de seguridad (que dicho sea de paso un día, mientras yo buscaba en mi monederito las monedas para viajar en colectivo, me dijo "¿No pensarás pedir monedas?" Lo miré sin entender porque mi monedero estaba que reventaba de monedas y le dije "No, ¿por?" "Por nada, por nada" y se alejó todo colorado). Acto seguido, me ubiqué en la cola que para ese momento del día (apróximadamente las 13 horas) era bastante larga.
Tenía delante mío un hombre en traje, y a los pocos minutos una pareja que estaba bastante apurada se paró detrás de mí.
"En un ratito avanza... Yo tengo que salir a las dos, que no llego si no..." "Si, tiene que avanzar... aunque va lenta." Decían las personas que estaban a mis espaldas.
La verdad es que la cola no avanzaba y la gente, como es natural, se iba poniendo nerviosa.
Después de 25 minutos las cola se movió unos pasos, pasaron otros 10 minutos y se movió otro poco. El señor que estaba apurado decidió irse. Entonces, una señora que estaba atrás de él, ocupó su lugar.
Pasaron otros 25 minutos y por fin llegué al corralito que suelen armar con esas cintas rojas que se meten es esos tubos y con las que me gusta jugar.
"¡Ah, claro! un solo cajero ¡Esto es una vergüenza! Seguro que el gerente está rascándose y nosotros perdiendo el tiempo..." Dijo el educado señor que estaba adelante mio.
En eso el teléfono de la señora que estaba a mis espaldas comenzó a sonar. Ella lo apagó, pero no fue suficiente, porque sonó otra vez, y lo volvió a apagar. Sin embargo, aunque ella nunca atendió, el señor de seguridad se le acercó y con mucha amabilidad le dijo que no usara el celular, que lo apagara.
"¿Pero no viste que no lo contesté?" Le dijo ella con un tono un poco alterado. El señor se disculpó y volvió a su puesto de trabajo. Pero... la llama ya había sido encendida.
"Y ahora se acuerdan de vigilar... claro con la cagada que se mandaron ahora se hacen los que nos cuidan ¡Por favor!" comenzó a decir la señora. (La cagada, aclaro, está relacionada con el caso del Isidro y su mamá)
"¡Si y además tienen un solo cajero! ¡Juegan con nuestro tiempo! porque me vas a decir que no puede ponerse el gerente en la caja. El tipo está ahí parado, boludeando." Dijo el señor de traje que estaba adelante mio, visiblemente exaltado pero en un tono de voz bajo, como para que el gerente no lo escuche.
Pasaron algunos minutos más y el señor de traje, yo y la señora del celular, llegamos al podio de la fila, y ahí se armó la gresca. (Yo seguía muda, fiel a mi convicción de que si hay más de una persona alterada tres o cuatro no resuelven el problema sino que hacen más barullo)
Una señora vestida de maestra que estaba a dos personas de la señora del celular preguntó: "¿Pero sólo tienen un cajero?" (Vale la pena aclarar que el cajero atendía a máxima velocidad, pero con dos manos y dos ojos estaba bastante limitado)
A la pregunta de la señora vestida de maestra se sumaron los comentarios, ahora si en un tono más elevado, del señor de traje y de la señora del celular:
"¡Una vergüenza, y uno es cliente... porque si usted me dice que viene a cobrar un cheque nada más... pero años de cliente y tienen este trato!" decía el señor mientras yo ocultaba el cheque que tenía que cobrar.
"Claro ¡encima el gerente está paveando ahí!" dijo la señora del celular aunando sus palabras al gesto de señalar al gerente. La señora vestida de maestra preguntó: "¿Ese es el gerente?" y mirando al gerente le dijo: "¿No pueden poner otro cajero?"
Con una calma digna, el gerente se acercó y en un tono zen le explicó que no tenía otro cajero, que el cajero que faltaba había tenido un accidente y que no podía poner a cualquier persona en ese puesto, que cada uno en el banco tenía su función y que él no podía estar en la caja porque no era cajero sino gerente.
¡Imaginense la indignación del señor de traje y de la señora del celular!
Al lado de nuestra cola había otra más pequeña que, según entendí, era para clientes especiales del banco, que pagaban un plus para no hacer cola.
El señor de traje vio esa cola y dijo: "¿Por qué el cajero de esa cola no atiende a alguno de nosotros?" El gerente le explicó que no se podía porque las personas que estaba haciendo esa mini cola tenían prioridad, a lo que el señor de traje se exaltó más y ahí se metió una señora muy paqueta que estaba en la mini cola: "Nosotros pagamos $15 más para no hacer cola, no es justo que nos echen la culpa de lo que les pasa." Y se adelantó para que la atendiera su cajero.
"¡Mirála a esa! 'nosotros pagamos $15 más' pero andá a cagar!" dijo el señor de traje. "¡Qué vergüenza, a clientes del banco! Encima mi hijo me llamó dos veces, debe estar preocupado que no contesto y el otro estúpido que me dice que no conteste! ¡¡Si no contesté!!" decía la señora del celular.
A los pocos minutos el señor de traje fue atendido y yo sentí que la señora del celular se me quería colar, claro que no lo hizo. Imaginense que después de una hora de cola y de estar en medio de las quejas no me iba a dejar pasar por más preocupación que tuviera su hijo.
Una semana después volví al mismo banco, un poco más temprano y pude comprobar que también había un cajero que faltaba y que era el que la semana anterior había trabajado como un burro. En su lugar estaba la chica que había faltado anteriormente. Este hecho me hizo pensar dos cosas: o los cajeros se accidentan mucho pero tienen un poder de recuperación increíble; o que, tal vez, los viernes es el día en que uno de los cajeros puede faltar y se turnan... no lo sé, lo dejo a sus criterios...

domingo, 18 de julio de 2010

Mímica

Cuando uno viaja por mucho tiempo (horas, minutos, lo que sea) y lleva consigo uno de esos maravillosos aparatitos que le permiten escuchar música, a veces, el cuerpo adopta movimientos inconscientes siguiendo el compás de lo que se escucha.
Nadie, creo, me puede negar que durante un viaje en colectivo no se descubrió cantando, o moviendo los labios como si cantara, o moviendo las piernas al ritmo de la música (bueno, acepto que alguien lo niegue, yo no puedo, confieso que lo hago... y bueno, antes de quedarme dormida prefiero mover la boca).
Hay un pasajero del 159 que en este accionar es el mejor.
Este muchacho, tiene trayectoria no solo haciendo mímica con la boca, sino cantando directamente. Recuerdo que cuando íbamos a la secundaria, con mi hermana solíamos encontrarlo en el colectivo. Él subía con sus walkmans (sí, yo fui al secundario en la época del walkman) cantando a voz en cuello los mejores temas de Xuxa, hasta se movía en el asiento del colectivo al son.
Con el tiempo sus gustos musicales se alteraron solo un poco, cambió portugués por inglés y, vamos a decirlo, por cantantes mucho mejores.
La cuestión es que yo lo recordaba de los tiempos de Xuxa y cuando me lo volví a encontrar en el 159 semirápido, no pude evitar la remembranza, hasta que lo vi en acción.
Ustedes saben que por la mañana ese colectivo explota de gente, por lo que la mayoría de las veces, muchos de nosotros viajamos cerquita del conductor o, muy cerca los unos de los otros. Un día quedé al lado de este muchacho. Yo estaba con mi mp3, tranquila en mi silencioso movimiento de labios, y veo que él se conecta su ipod, pude escuchar que era una mujer la que cantaba (lo tenía muy alto) y fue cuando se puso en clima.
De repente vi pasar una mano por delante de mi cabeza al tiempo que sentí un golpetear en el piso del vehículo. Miré para el costado donde estaba el chico y... estaba haciendo la coreografía del tema que estaba escuchando. Muy concentrado, con los ojos cerrados, cantaba (sin sonido) y bailaba (con movimientos leves pero certeros). Miré a las personas que estaban a nuestro alrededor y solo otra chica lo miraba y sonreía. El resto no prestaba atención.
Con los viajes me fui acostumbrando, solo había que evitar pararse al lado, por las dudas que la coreo pidieran un movimiento violento de las manos, después estaba todo mas que bien.
Hace unos días, luego de una charla muy acalorada con su pareja en la que hablaban de la pelea en la que luchaban por dejar el cigarrillo, el muchacho dejó de bailar. La posibilidad de subir series a su ipod nos ha imposibilitado de verlo hacer la mímica de sus artistas favoritas, pero no de verlo reír, con el histrionismo al que nos acostumbró.

viernes, 25 de junio de 2010

Desde la ventana

Cuando uno se da cuenta que no es el único en el mundo al que le pasan las cosas que, por ejemplo, me pasan a mí, es una sensación maravillosa.
La anécdota que voy a relatar en breve no me tuvo como protagonista, sino más bien como espectadora.
Era viernes por la noche, me había acostado en mi cama que, oportunamente, está pegada a la ventana que da a la calle. Había terminado de leer un cuento, pero ahora no recuerdo si en verdad lo había terminado de leer o si el sueño me había vencido, la cuestión es que apagué la luz e intenté dormir.
Aproximadamente a los 20 minutos escucho que frena un auto en la puerta de mi casa y que bajan unas personas que hacían sonar sus tacos por la vereda.
Me incorporé y vi que eran dos chicas con bolsas en las manos, muy arregladitas y que miraban la casa oscura y totalmente cerrada con sorpresa.
"Dice 13-55, pero no puede ser acá" dijo una. Mientras ambas caminaban de punta a punta de la casa mirando para adentro.
"¿Pero es la calle? Es el número, pero no sé..." El remise que las había llevado hasta la puerta de mi hogar seguía ahí, esperando que ellas se decidieran si se quedaban, se iban o qué.
En eso a una se le ocurre llamar por teléfono a la persona que, creo, era la anfitriona de la fiesta que se estaban perdiendo: "¿Pero cómo Buenos Aires? Sí, yo veo un paredón... ah, es una escuela... bueno..."
"Boluda ¡nos pasamos como cinco cuadras!" La amiga le dijo algo que no pude entender porque se estaban subiendo al auto que las llevaría a su tan ansiado destino.
Cuando volví a acomodarme en la cama para continuar con la actividad que había comenzado antes de la llegada de las desorientadas, no pude evitar hacerlo con una leve sonrisa y con la certeza de que, aunque mi historial es amplio, esta vez la historia era de otros y yo solo la miré desde mi ventana.

domingo, 6 de junio de 2010

El suicida

Había tenido una corta mañana de trabajo, muy corta en realidad, ya que a las 11 de la mañana estaba caminando por Avenida de Mayo en dirección al Correo Central.
No puedo negar que iba mas que contenta porque iba a llegar temprano a casa, iba a poder almorzar como corresponde y ponerme a trabajar en otros asuntos pendientes. Además, era una hermosa mañana de otoño, de estas mañanas a las que nos estamos acostumbrando ahora, donde hay sol y hace un poco de calor.
Llegué al Correo y, para mi sorpresa la fila para esperar al colectivo no era muy larga, todo estaba a mi favor, iba a viajar sentada y todo, ¿qué mas podía pedir?
Pasados unos cuantos largos minutos de espera, comencé a percibir que las personas se iban de la fila y que ésta se hacía cada vez mas pequeña sin que ningún colectivo llegara. "Extraño" pensé.
El tiempo pasaba y los colectivos no llegaban. Obviamente la gente se iba (nos íbamos) impacientando. Al cabo de unos minutos aparecieron tres chicas que, en un lenguaje muy apurado (porque estaban apuradas) dijeron que los colectivos no iban a pasar por esa parada porque habían cortado la Avenida Paseo Colón, pero no dieron mas información porque tenían que irse.
Ante tan pocos datos decidí acercarme al puesto en donde están los colectiveros y los supervisores para saber si podía tener más detalles sobre lo que pasaba.
Cuando llegué pude escuchar algo sobre un hombre que amenazaba con suicidarse. A mi derecha había un policía, que por supuesto había sido el héroe que había logrado hacer que un colectivo llegara hasta la terminal, había visto todo, por lo que me le acerqué y le pregunté qué era lo que pasaba, a lo que respondió:
"Hay un tipo, ahí en Paseo Colón y Estados Unidos que amenaza con pegarse un tiro. Dicen que no le dieron un crédito en el banco y por eso se quiere suicidar. Debe tener unos 75 años, así que si se mata ahora o espera un poco es lo mismo."
Sonreí agradecida por tanta información y presté atención a lo que estaban hablando a mi izquierda, ya que uno de los guardas nos estaba organizando: "Los que toman el semirapido por los dos peajes vayan a la parada; los de la L azul se quedan acá... ¿alguien toma el B/G?"
Con una mujer y un chico nos dirigimos a la parada que nos correspondía. En el camino (casi dos cuadras) la señora me iba diciendo: "qué poco solidaria que es la gente, no avisan porque los que se fueron sabían y no avisaron... y yo tengo pacientes y les tengo que avisar..." "Ahh, ¿sos doctora?" le pregunté. "Soy psicóloga", a lo que respondí, teniendo en cuenta la situación de suicido que nos estaba reteniendo en el Correo, "podrías ser útil en esta situación." En ese momento le sonó el celular "Sí, soy yo... ¿quién te pasó el número?..." Y dejé de escuchar, porque ya no me interesaba lo que hablara por teléfono.
Llegamos a la parada y en unos 10 minutos llegó el colectivo con el guarda colgado de la puerta como diciendo "¡Llegué a rescatarlos!"
Fue el viaje más largo que hice al mediodía y el más incómodo, todo gracias a un señor que estuvo tres horas amotinado en la puerta de un banco con un arma en la mano, amenazando quitarse la vida, mientras comía caramelos, fumaba como un escuerzo y era salvado por los bomberos y los policías.

jueves, 22 de abril de 2010

En busqueda de la Peatonal del candombe

Era el único domingo que íbamos a pasar en Montevideo y, mi amiga y yo, decidimos salir de caminata.
Comenzamos por la Rambla, admirando el mar, el viento y el no poder, ni siquiera, imaginar en ver la otra orilla. Tomamos unos mates, conversamos de los vaivenes de la vida y organizamos nuestro itinerario para después del mediodía.
Volvimos al hostel, dejamos mate y termo y sin mediar palabra salimos, otra vez, a las calurosas calles montevideanas.
Nuestra idea era, primero, encontrar el mercado que se aloja cada domingo en la calle Tristán Narvaja, comprar algunas cosillas (obviamente me compré un mate ¿o se pensaron que me iba a perder la oportunidad de tener un mate uruguayo?) y seguir camino en busca del Barrio Sur o de Palermo.
En medio del camino al mercado recordé que tenía muchas ganas de conocer el Parque Rodó (al que, inexplicablemente, siempre le digo Rocha), por lo tanto, después de ver el mercado y almorzar rodeadas de personajes casi literarios, decidimos partir.
Luego de varias cuadras, de pasarnos de calle (las malditas diagonales) llegamos al Parque Rodó y admiramos lo grande y lindo que es. Nos sentamos un poco para descansar nuestras exhaustas piernas, miramos el mapa, para estar seguras de la dirección que debíamos seguir y retomamos el camino.
Mientras íbamos hacia el Barrio Sur, cuna del candombe, y cede de algunos antiguos conventillos de la ciudad, mi amiga recordó que en un viaje anterior ella había llegado a una calle muy particular con plantas en la calle donde, según palabras casi textuales de ella "no había división entre el adentro y el afuera, el mobiliario de las casas salía a reunirse con las macetas de la calle". ¡Vamos a buscar esa calle! Dijimos las dos con un entusiasmo que nos excedió.
Caminamos y caminamos y en un momento llegamos a un edificio lleno de andamios. Leímos los carteles y descubrimos que era el antiguo conventillo Ansina, por lo que, según la memoria geográfica de mi amiga (que es mas o menos buena como la mía) estábamos cerca de la ansiada peatonal.
Ella tenía en su cabeza cierta plaza, ciertos bancos y ciertas paredes pintadas con colores muy vivos que, en combinación, formaban figuras carnavalescas.
Dimos vueltas para un lado, vueltas para el otro y nada, la dichosa peatonal no aparecía. Retrocedimos y volvimos a avanzar hasta que, en una esquina donde unos muchachos tomaban cerveza y, por lo que pude escuchar de la charla, hablaban de fútbol, mi amiga reconoció las paredes, la calle de adoquines, las macetas en la puerta, los vecinos sentados tomando mate y mirándonos como quien mira a un extranjero que se sorprende por lo que ve.
Atravesamos la calle de punta a punta y nos sentamos en un banco de la esquina opuesta a los muchachos para contemplar el lugar.
Luego de unos minutos decidimos volver a nuestra morada. Habíamos caminado mucho y nos quedaba mucho mas por caminar.

lunes, 8 de marzo de 2010

La noche de Momo

Ese sábado habíamos llegado al mediodía a Montevideo. Habíamos caminado mucho durante la tarde recorriendo la Ciudad Vieja, la Av. 18 de Julio, viendo librerías, sacando fotos, en fin, cosas típicas de turistas en una ciudad que se intenta conocer.
A eso de las 7 y media volvimos a nuestra residencia temporaria con unas frutas y unos ricos yogurts conaprole (un estilo de merienda-cena nutritiva y saludable, sin contar que unas horitas antes nos habíamos tomado una fría cervecita con una buena cantidad de ingredientes, como diría Saer).
En fin, volvimos, comimos nuestros yogurcitos en la terraza, nos bañamos y nos dijimos: "¿Y ahora qué hacemos?" "¡Y vamos a ver Montevideo de noche!".
Volvimos a salir del hostel y volvimos a caminar por las calles de Ciudad Vieja y además de restaurantes no encontrábamos un lugar para depositar nuestros cuerpos y continuar nuestras conversaciones y planificaciones.
Seguimos caminando hasta doblar por una calle que, casualmente, estaba a la vuelta del hostel. "¿Qué pasará que están todos en la puerta?" Nos preguntábamos con mi amiga, ya que muchas personas habían sacado sillas a la vereda o estaban sentados en las ventanas y puertas que lo tuvieran capacidad para que una persona se apoyara en ellas. Habían sacado sus mates (bueno, está bien, los uruguayos siempre tienen el mate listo), algunos tenían cervezas, algunos espuma, en general los que tenían espuma eran los más chicos, pero chicos y grandes tenían papel picado que un señor pasaba vendiendo al grito de "¡Picado, picado de colores!"
Una nena que estaba al lado mío le decía a su papá "quiero papelitos" a lo que el padre le respondía "después te compro", esos después que nunca llegan.
A los minutos comenzamos a escuchar los tambores y mi amiga saltó emocionada, de casualidad habíamos llegado para una de las últimas llamadas que las comparsas hacían en Ciudad Vieja.
Pasaron cuatro comparsas, las cuatro diferentes, unas nos gustaron más, otras menos; pero lo que no se podía negar era la energía que nos transmitieron esos tambores, que nos vibraban adentro, esa energía que nos hacía mover los pies, las piernas, las caderas, los hombros, el cuerpo todo.
No pude evitar recordar cuando era muy chica y por mi barrio se seguía la tradición de los carnavales (tal vez el único después de la vuelta a la democracia); esa espuma que me tiraron en los ojos y que hizo llorar las 20 cuadras que me separaban de la casa de mi abuela, haciendo que mi papá o mi mamá tuvieran que llevarme en brazos (piensen que en esa época tendría 5 años, más o menos); y una canción de Jaime Roos que siempre me hace pensar en papelitos de colores, espuma y música que te llena de energía:
Que no se apague nunca el eco de los bombos
Que no se lleven los muñecos del tablado
Quiero vivir en el reinado del Dios Momo
Quiero ser húsar de su ejército endiablado
Que no se apaguen las bombitas amarillas
Que no se vaya nunca más la retirada
Quiero cantarle una canción a Colombina
Quiero llevarme su sonrisa dibujada
Esa noche, mi amiga y yo, quedamos presas de Momo, una prisión para nada detestable.

miércoles, 24 de febrero de 2010

Impresiones de Uruguay

Algunas veces, cuando conozco un nuevo lugar, grabo ciertas cosas en mi memoria, cosas que después hacen que recuerde las sensaciones que ese lugar me generó, con Uruguay tengo algunas que quiero compartir:
Lo primero y lo último que noté mientras hice mis viajes en micro por ese país es que, Uruguay es un país ondulado, lo llano no es una característica del paisaje; hay montes, cerros, campos que suben y bajan, y todo entre los mas variados tonos de verde.
Montevideo: la primera impresión fue la de una ciudad triste, gris, pero con el correr de las horas me di cuenta que había sido solo una impresión. Es un lugar donde la ciudad se mezcla con el pueblo, donde la velocidad y el estrés abundan pero a otro ritmo (claro que es una generalización que hago después de dos días, voy a tener que volver para poder analizar mejor estas sensaciones).
Algo que noté de las personas (solo de las personas a las que escuché hablar) es que sus voces nacen del pecho. Son voces profundas, voces que guardan años de cosas vividas y que, tal vez, no lo saben. Tuve la sensación de que eran voces que venían del pasado con muchas experiencias vividas, pero sin la posibilidad de transmitirlas. Al ver a la gente de Montevideo sentía que estaba dentro de una de las novelas de Mauricio Rosencof, fue increíble.
Otra cosa que me llamó la atención fue el comportamiento de algunos hombres. En Buenos Aires una chica está acostumbrada a escuchar groserías cuando camina por la calle, son pocas las veces que un muchacho interesante nos dice un piropo (más que pocas, yo diría nulas, en fin), cuando un chico nos mira (y el hombre en cuestión es agradable), en general, es una mirada rápida, que confunde y que, en definitiva, no dice nada (una se pregunta ¿le gusto o no? ¿si no le gusto para qué me mira? Igual, piensen que estoy hablando de los muchachos que van por las calles, no de los que están en bares o boliches, esos son más confusos todavía...).
Los chicos uruguayos mantienen la mirada y, es más, son capaces de dar vuelta la cabeza y seguir mirando, aún si son lindos. También, los chicos lindos dicen piropos y no tienen miedo de quedar en ridículo, todo lo contrario, parecen que ven como un halago que una sonría ante frases que, para muchos, ya son pasadas de moda (como por ejemplo: íbamos caminando con mi amiga y un grupo de muchachos nos dijo: "Disculpen chicas ¿saben donde quedan las puertas del cielo?" Con mi amiga nos reímos inmediatamente, porque como sabrán ese piropo es más viejo que andar a pie. Al ver nuestra reacción los chicos dijeron: "Se ríen los angelitos.")
Bueno, estas son algunas de las cositas que me quedaron dando vueltas en la memoria. Con el correr del tiempo contaré algunas de las experiencias que viví en ese hermoso país.

lunes, 25 de enero de 2010

Local 2: vacío

Ustedes recordarán la historia de "Don Alfredo", ese ancianito simpático y hablador que me aconsejó bastante sobre los hombres argentinos y la vida en general. Bueno, hace unos meses que venía viendo que su local, en la estación de subte Leandro N. Alem, se iba vaciando en forma paulatina.
Al principio pensé que estaban vendiendo mucho y que, vaya uno a saber por qué, no reponía la mercadería. Pero con el correr de los días (y gracias a un gran cartel que decía "Liquidación total por cierre), me di cuenta que Don Alfredo iba a dejar en forma definitiva el local 2 de la estación Alem.
Hoy pasé y me dio una sensación de nostalgia de esa tarde en la que hablamos, ya que me pareció muy raro ver la reja cerrada, la luz apagada y en la vidriera tres filas de anteojos, dos carteras y cinco paraguas...

viernes, 15 de enero de 2010

Rosario: en taxi

En la saga del viaje a Rosario no pueden faltar los dos viajes en taxi que hice en esa hermosa ciudad.
El primero fue, obviamente, cuando llegamos a Rosario y debíamos transladarnos desde la terminal de ómnibus al hotel. Valijas en el baúl, algún bolso adelante y mis dos amigas y yo atrás. Íbamos hablando del viaje de las chicas, ya que ellas habían viajado juntas desde Buenos Aires. Me iban contando cómo, al parecer, algunas personas que viajaban con ellas en el micro se habían mostrado escandalizadas por algunos comentarios de alto contenido erótico/porno que ellas iban haciendo (típica conversación de mujeres, claro). Al terminar la narración una de las chicas concluyó con un sutil "Bah, que la chupen", a lo que el taxista respondió con un "¡Ehhh! mejor que la mamen, es mas delicado". Mi amiga puso mala cara, ya que le molesta mucho cuando los taxitas se meten en las conversaciones, por lo que intervine desde mi total desconocimiento futbolistico y dije "es que no somos maradonianas" (por aquella famosa frase que nunca supe bien como fue). Esto derivó en una conversación futbolera que duró menos de medio minuto. Al llegar al hotel tuvimos que pedir que nos diera las valijas del baúl porque con tanto comentario, el señor taxista se había olvidado dónde las había puesto.
El segundo viaje lo hice sola y fue cuando volvía a Buenos Aires, es decir, del hotel a la terminal. La conversación comenzó cuando, totalmente mareada, le pregunté al taxista si estábamos yendo por el camino correcto, porque, claro, yo pensaba que estábamos yendo para el otro lado. El taxista se encargó de dejarme bien en claro que él conocía muy bien la ciudad, así que opté por callarme. Pero ya había abierto el diálogo y, cuando eso pasa con un taxista no hay vuelta atrás. Comenzamos a hablar del calor que había hecho esos días (fueron los cuatro o cinco días de octubre más calurosos del 2009); él me preguntó qué pensaba de la ciudad, a lo que respondí con toda sinceridad, que la ciudad era hermosa, que me encantaba la conjunción ciudad-río, que los museos eran muy lindos, pero que el tránsito era peor que en Buenos Aires. El señor me miró por el espejito y me dijo "¿De verdad? yo creí que en Buenos Aires eran peores.
"Mirá, te doy un ejemplo. Cuando cruzo una calle allá mal, sin respetar el semáforo los autos van rápido, puede ser que me puteen, pero medio que frenan. Acá a la velocidad que van ni me animo, me da miedo, de verdad." El señor puso cara de "mirá vos" y me preguntó para qué había ido a Rosario. Le conté del congreso y de las cosas que había visto. Me dio consejos sobre qué otras cosas podía ver y me recomendó especialmente el casino:
"Es enorme, está en las afueras, cuando salgas con el micro fijate a tu izquierda. Podés pasarte el día ahí adentro, es muy bueno."
Fue inútil que le dijera que no me interesaban los casinos, que esas cosas me aburrían. Opté por decirle que cuando volviera me iba a dar una vuelta a ver si tenía suerte aunque sea en las maquinitas.
Al llegar a la estación nos saludamos tan amablemente que, sin exagerar, hacía dos cuadras más en su taxi y lo contrataba para que me llevara a conocer el resto de la ciudad.
Y aquí se terminaron las apasionantes aventuras por Rosario...