lunes, 8 de marzo de 2010

La noche de Momo

Ese sábado habíamos llegado al mediodía a Montevideo. Habíamos caminado mucho durante la tarde recorriendo la Ciudad Vieja, la Av. 18 de Julio, viendo librerías, sacando fotos, en fin, cosas típicas de turistas en una ciudad que se intenta conocer.
A eso de las 7 y media volvimos a nuestra residencia temporaria con unas frutas y unos ricos yogurts conaprole (un estilo de merienda-cena nutritiva y saludable, sin contar que unas horitas antes nos habíamos tomado una fría cervecita con una buena cantidad de ingredientes, como diría Saer).
En fin, volvimos, comimos nuestros yogurcitos en la terraza, nos bañamos y nos dijimos: "¿Y ahora qué hacemos?" "¡Y vamos a ver Montevideo de noche!".
Volvimos a salir del hostel y volvimos a caminar por las calles de Ciudad Vieja y además de restaurantes no encontrábamos un lugar para depositar nuestros cuerpos y continuar nuestras conversaciones y planificaciones.
Seguimos caminando hasta doblar por una calle que, casualmente, estaba a la vuelta del hostel. "¿Qué pasará que están todos en la puerta?" Nos preguntábamos con mi amiga, ya que muchas personas habían sacado sillas a la vereda o estaban sentados en las ventanas y puertas que lo tuvieran capacidad para que una persona se apoyara en ellas. Habían sacado sus mates (bueno, está bien, los uruguayos siempre tienen el mate listo), algunos tenían cervezas, algunos espuma, en general los que tenían espuma eran los más chicos, pero chicos y grandes tenían papel picado que un señor pasaba vendiendo al grito de "¡Picado, picado de colores!"
Una nena que estaba al lado mío le decía a su papá "quiero papelitos" a lo que el padre le respondía "después te compro", esos después que nunca llegan.
A los minutos comenzamos a escuchar los tambores y mi amiga saltó emocionada, de casualidad habíamos llegado para una de las últimas llamadas que las comparsas hacían en Ciudad Vieja.
Pasaron cuatro comparsas, las cuatro diferentes, unas nos gustaron más, otras menos; pero lo que no se podía negar era la energía que nos transmitieron esos tambores, que nos vibraban adentro, esa energía que nos hacía mover los pies, las piernas, las caderas, los hombros, el cuerpo todo.
No pude evitar recordar cuando era muy chica y por mi barrio se seguía la tradición de los carnavales (tal vez el único después de la vuelta a la democracia); esa espuma que me tiraron en los ojos y que hizo llorar las 20 cuadras que me separaban de la casa de mi abuela, haciendo que mi papá o mi mamá tuvieran que llevarme en brazos (piensen que en esa época tendría 5 años, más o menos); y una canción de Jaime Roos que siempre me hace pensar en papelitos de colores, espuma y música que te llena de energía:
Que no se apague nunca el eco de los bombos
Que no se lleven los muñecos del tablado
Quiero vivir en el reinado del Dios Momo
Quiero ser húsar de su ejército endiablado
Que no se apaguen las bombitas amarillas
Que no se vaya nunca más la retirada
Quiero cantarle una canción a Colombina
Quiero llevarme su sonrisa dibujada
Esa noche, mi amiga y yo, quedamos presas de Momo, una prisión para nada detestable.