domingo, 20 de mayo de 2007

Te escucho (1ª parte)


Hay situaciones que, yo no sé si les pasa a muchos, pero en mí son casi recurrentes. Hablo de esas ocasiones en que una está o tranquilamente sentada en algún medio de transporte o parada esperando el colectivo o caminado por la calle o, por qué no, en alguna sala de espera, y alguien te mira y empieza a contarte la historia de su vida o el problema que tiene en ese momento. Yo no sé si inspiro confianza o tengo cara de que me interesan los problemas de absolutamente todo el mundo, lo único que sé es que me pasa seguido.
El primer recuerdo que tengo de una situación de este tipo es de cuando tenía 16 años y estaba haciendo tiempo mientras esperaba que el chico que me gustaba en esa época llegara. Había ido a dar una vuelta por las calles aledañas al punto de encuentro (para reconocer el terreno dirían los que me conocen…), cuando vi a una mujer meterse furtivamente en el jardín de una casa y cortar unos tallos de una gigantesca planta de lavanda. Yo la venía mirando y no iba a decirle nada, obvio, pero, vaya uno a saber por qué, la señora me miró y me dijo “no hay nada mejor que las flores de la lavanda para perfumar los cajones o los armarios”. “Sí”, le contesté con una leve sonrisa y de inmediato se presentó y empezó a caminar conmigo.
Me enteré de los pormenores del noviazgo de su hija, de la mejor manera para que el perfume de la lavanda dure mucho, y ella me preguntó sobre mis cosas, y e dio consejos sobre cómo tratar a mis padres, al muchachito con el que tenía amores y otras cosas que, por suerte o por desgracia, olvidé. Igualmente me dio su teléfono y me dijo que la llamara para que sigamos hablando, con la treta de “sos muy madura para tu edad…” “Sí” le dije, guardé el papel y nunca la llamé.
Otras situaciones semejantes me han ocurrido arriba del tren o del colectivo, y haciendo un gran ejercicio de memoria sé que puedo traer muchas al presente, pero hay dos que se me presentan sin ningún tipo de esfuerzo:
La primera es de una tarde en la que volvía a mi casa desde la Ciudad de Buenos Aires, y me había tomado el tren en Constitución (dónde más…). Las cuestión fue que me senté en uno de esos asientos que tienen los trenes (o mejor dicho, tenían, porque ahora los cambiaron por unos de plástico verdes y/o azules, duros, una porquería…), que uno puede mover el respaldo y acomodarlo acorde a la dirección en la que va el tren. Bueno, estaba sentada muy plácidamente leyendo un apunte de la facultad cuando un chico con Síndrome de Down se me sentó al lado. Hasta ahí todo tranquilo, yo leía y a veces miraba por la ventanilla, volvía a los apuntes, y así casi rutinario, cuando de repente el chico me tocó el hombro, lo miré y me estaba sonriendo. Le sonreí y él me dijo “beso” poniendo su mejilla como para que lo besara. “No”, le dije con esa voz que a veces se les pone a los nenes chiquitos. Entonces, se acercó y me dio un beso. A los dos minutos me dio otro y me dijo algo así como que él sabía leer… Yo estaba bastante incómoda y él bastante pesado. Ahí fue cuando un señor que tenía sentado enfrente mío lo miró y le dijo “¡Dejá a mi hija en paz! ¡Dale, tomátelas!” El chico se fue con cara de susto y yo empecé a tranquilizarme. “Si no lo rajaba así andá a saber qué hacía…”, un poco exagerado pero bueno, “Sí, gracias, ya me estaba incomodando”. “Me di cuenta por eso le dije eso, además yo tengo una hija de tu edad…” Y ¡Largamos! Pensé. Dicho y hecho. La hija tenía casi mi edad y estudiaba y trabajaba, y tenía un nieto pero de parte del hijo y bla, bla, bla… Se bajó antes que yo y, por suerte, antes de empezar a hablar de política…
La segunda historia es de una tarde en la que volvía de La Plata. También me había sentado en esos asientos dobles, y también, estaba leyendo cosas de la facultad. Pero, como estaba cansada después de todo un día universitario, decidí hacer un viaje contemplativo, por lo que guardé mis apuntes y me dispuse a mirar por la ventanilla.
En eso, el hombre que tenía enfrente me dijo “¿Venís de la facultad?” Movimiento afirmativo de cabeza (ustedes me preguntarán: ¿Si no querías que te hablen, para qué les respondías?... Excelente pregunta. Mi respuesta: soy muy educadita).
“¿Y qué estudiás?” “Letras” y bueno ahí le tuve que explicar de que se trataba eso (Bueno, en esa época – mi primer año de facultad – creo que tenía la necesidad de explicar de qué se trataba la carrera). Y… mi pregunta “¿Y vos qué hacés?” “Yo soy vendedor ambulante. Vendí mucho tiempo arriba del tren, pero ahora hay mucha gente vendiendo, entonces me pasé al bondi…” Y ahí empezó la cosa: que era casado con hijos; que compraba libritos para pintar y los vendía; que desconfiara de las mujeres con bebés, porque algunos de esos chiquitos eran alquilados, que sacaban más de $800 por mes; que los que vendían comida remarcaban la fecha de vencimiento; que uno tenía que andar con cuidado… “Yo lo sé porque anduve mucho tiempo por acá”.
Llegamos a Quilmes y yo me tenía que bajar… “Yo también me bajo acá” me dijo “¿No querés tomar un café y charlamos un poco más?” “No, no puedo… un gusto. Chau.” Me bajé del tren casi corriendo…
Conclusiones: 1) Nunca sentarse en esos asientos dobles; 2) Es conveniente llevar, siempre, algún reproductor musical, así uno se enchufa y listo. Sordo ante el mundo; y 3) La lavanda es muy buena, principalmente, para los cajones de medias, bombachas (o calzoncillos, dependiendo del género sexual de l dueño del cajón), y que se pueden armar bolsitas para poner debajo de las almohadas y así tener un sueño perfumado.

miércoles, 16 de mayo de 2007

Amores perros


Hacía unos meses que nuestra perra se había muerto, y por esto y por otros temitas, en mi casa estábamos todos bastante sensibles, y se palpaba en el ambiente la necesidad de tener un perrito que nos cambiara el humor.
Un día una amiga, que estaba al tanto de esto, me llamó para contarme que en un kiosco del barrio de Belgrano había un cartel con la leyenda “Se regalan perritos”, y que había uno que, si yo quería, podía ir a buscar por mi. Obviamente le dije que sí y que esa semana iría por él a su casa.
A los dos días volví de la facultad de La Plata, pasé por mi casa a buscar un bolso donde, si era necesario pudiera meter al canino, y me fui a tomar el tren para bajarme en Constitución, tomarme el subte C hasta Av. de Mayo para combinar con la línea A hasta la estación Loria.
Cuando entré a la casa lo primero que hice fue mirar para todos lados para ver si lo veía… y nada… hasta que, de atrás de un sillón, vi una cosita negra que se me acercó casi corriendo (imagínense: un perrito del tamaño de una de esas botellitas de vidrio de Coca Cola, negrito, peludito y con las patitas cortitas y marrones… ¡precioso!)
El tema era cómo llevarlo, ya que el viaje era muy largo y el pobre animalito no iba a resistir una hora y media en colectivo… ¿Qué podía hacer? La única opción que se me ocurrió fue la de hacer un viaje con escalas… Subte, tren, colectivo…
Guardé los juguetitos que le había dado el dueño de la mamá del perrito a mi amiga y lo envolví en una mantita que era “su” mantita, y bueno… si era de él no la iba a dejar…
Había empezado a garuar, por lo que caminé rápido hasta el subte. En esa cuadra y media el pichicho se portó bien y pensé que el viaje sería tranquilo.
Subí al subte y pude comprobar que no había ningún lugar donde sentarme, así que, mientras con una mano me sujetaba fuerte de uno de esos caños aptos para la gente normal, con la otra sostenía al perrito. A las dos estaciones el pequeñín empezó a moverse, era como si quisiera escalar hasta mi cuello y, mientras él subía la mantita bajaba, y yo intentaba que ni perro ni manta se cayeran…
Llegué a Lima, hice la combinación con la línea C y de ahí a Constitución.
Fuera del subte se tranquilizó, aunque la estación era un mundo de gente, creo que él no lo notó.
Cuando me subí al tren faltaban como veinte minutos para que saliera, gracias a lo que pude conseguir un asiento con ventanilla… era una ventanilla, aunque no cerraba del todo y entraba vientito por todos lados… “Bueno, por lo menos no se va a sentir ahogado”, pensé.
Como no se sentó nadie al lado mío por varias estaciones, aproveché para dejarlo algunos minutos paradito en el asiento, cuidando que no se cayera, igual se acomodó en mi regazo y se quedó dormido. Por mi parte, estaba incómoda y me estaba mojando con a garúa que entraba por la ventanilla (porque: si una ventanilla está abierta permanecerá abierta hasta que desaparezca… máxima indiscutible de la ex línea Roca).
Llegué a la estación de Quilmes y me fui a tomar el colectivo para llegar a mi casa (aproximadamente a 30 cuadras de la estación, localidad de Ezpeleta en el partido de Quilmes, un poco de geografía sureña…)
Ya no lloviznaba y la mantita había pasado a ocupar un lugar en mi bolso junto a los juguetes, el perrito estaba tranquilo, o mejor dicho, cansado.
Cuando llegamos a mi casa tuvo un gran recibimiento, y a la hora de dormir, no me pregunten cómo, terminó acomodado en mi almohada y mordisqueándome el pelo durante gran parte de la noche…

sábado, 5 de mayo de 2007

Oscuro


Era uno de esos clásicos veranos de Buenos Aires, es decir, húmedo y muy caluroso, allá por el 2000.
Había ido a visitar a mi enamorado que se encontraba postrado en su casa tras una de esas dolorosas operaciones de rodilla.
Después de algunas horas de escuchar continuas quejas (que el calor, que la pierna, que el ventilador, que la mar en coche) y teniendo en cuenta que para volver a mi casa tenía que ir hasta la estación de Once, desde la que tenía hora y media de viaje, decidí a las 5 de la tarde, aproximadamente, partir hacia mi hogar.
Un detalle que no se puede obviar: ustedes saben que es muy común que cuando hace mucho calor el sistema eléctrico de la Ciudad de Buenos Aires colapsa, y bueno, ese día no iba a ser la excepción.
Entonces, después de bajar 17 pisos por escalera y de soportar el comentario de una mujer entrada en años : “Bajar es más fácil que subir”, mientras veía los inconfundibles signos de agitación que expresaba todo mi cuerpo, salí a la calle.
El calor era agobiante por lo que decidí tomarme el subte, aunque estaba muy cerca de Plaza Miserere.
Caminé la cuadra que me separaba de la estación Loria de la línea A, intentando buscar un poco de sombra, una misión más que imposible a pesar de que ya eran más de las 5 de la tarde.
Cuando llegué bajé las escaleras muy despacio (ya que mis piernitas no estaban acostumbradas a tanto ejercicio) y, también con lentitud, crucé el molinete y me dispuse a esperar el subte.
En menos de 10 minutos me encontraba haciendo fuerza para abrir la puerta de uno de los coches y subiendo a él para comenzar mi retorno… Calculé que en menos de 5 minutos iba a estar en la estación Plaza Miserere, pero bueno… ustedes se habrán dado cuenta que no sé calcular muy bien…
Casi a mitad del recorrido el subte se paró y todo se volvió oscuro… Yo pensaba que en unos segundos todo volvería a la normalidad, pues a veces esas cosas pasan, pero ya habían pasado, aproximadamente, más de 5 minutos y seguía todo igual de oscuro y quieto, por lo que las personas comenzaron a preocuparse (y yo como parte de esas personas también).
Fue entonces cuando vimos acercarse por las vías, desde la parte de adelante del subte, una linterna que iba deteniéndose en cada vagón. Cuando la linterna o, mejor dicho, su portador, llegó al nuestro abrió las puertas y nos dijo “Se cortó la luz en toda la línea, así que van a tener que bajar e ir caminando hasta Miserere”.
Ahí empezaron las quejas, en contra del subte, en contra del intendente, en contra de los mosquitos, en contra de lo que ustedes quieran. Y mientras algunos seguían expresando su inconformismo, otros sacaban las escaleritas de debajo de los asientos, las ubicaban en las puertas y bajaban, al tiempo que, obviamente, eran seguidos por los quejumbrosos.
La misma linterna que terminó de avisar a toda la formación del penoso acontecimiento, se encargó de guiarnos hacia la estación ya que no podíamos caminar por cualquier lugar.
Caminar por las vías en la oscuridad era, además de dantesco, bastante incómodo más si se está en sandalias (como yo en ese momento), y si a eso se le agrega la posibilidad de que haya algún bicho dando vueltas o, en el peor de los casos, la sensación de que, en algún momento, iba a pasarme una rata por los pies…
Estaba sumergida en esos pensamientos cuando la linterna se convirtió en un operario de Metrovías que nos mostró la escalerita para subir al andén (en este punto debo confesar mi emoción, ya que me gusta eso de poder estar en esos lugares que sólo están permitidos para “personal autorizado”).
Como una manada nos dirigimos a la salida, obviamente, siendo consecuentes con el discurso quejoso que nos acompañó todo el recorrido por el averno de la línea A.
Cuando salí a la superficie el calor seguía muy cómodamente instalado, aunque el había empezado a bajar.
En la parada del colectivo había una cola bastante larga, y algunas de las personas que estaban ahí habían compartido la caminata subterránea conmigo… (y seguían quejándose… ¡Qué persistencia!)
Luego de 20 minutos de espera pude subirme al 98, y después de una hora y media, logré llegar a mi casa.
Al abrir la puerta lo primero que escuché fue “¿Qué te pasó?”, pregunta que disparó mi relato, interrumpido, en algunas ocasiones por “¡¿Pero siempre te pasa algo!? ¡¿No podés ir y venir sin tener algún inconveniente!?... Y… Parece que no…

martes, 1 de mayo de 2007

Receso creativo

Disculpen las molestias pero mi cerebro está, en este momento, en otras actividades.