miércoles, 26 de agosto de 2009

Y un día quise aprender a manejar

Una de las preguntas más frecuentes que mis amigos y/o conocidos me hacen cuando les cuento mis problemas/anécdotas en los transportes públicos es: ¿y por qué no te comprás un auto? A lo que rápidamente respondo (y ya es clásica mi respuesta): ¡Es que yo con un auto soy más peligrosa que un mono con navaja! Y, automáticamente, comienzo a narrar la historia del día que quise aprender a manejar:
Corría, aproximadamente, el año 1996, yo contaba con 16 añitos y se había despertado en mí la necesidad de saber qué se sentía controlar una máquina. La cuestión era que no quería ir a una escuela de manejo, y sabía que con mi papá no podía aprender porque él se ponía muy pero muy nervioso cuando intentaba enseñarme algo (en fin, típica dinámica entre nosotros: él piensa que porque soy su hija tengo en mi genética todos sus conocimientos y, claro, cuando se da cuenta que no es así, se frustra...).
Entonces, hablando con un tío sobre mis ansias de aprender él se ofreció a enseñarme. Arreglamos día y lugar: sábado, después del almuerzo, en la casa de mi abuela.
La zona era perfecta: un barrio tranquilo, con calles por donde no pasaban muchos autos. El profesor, inmejorable (pensaba en esa época), un ex colectivero, ex taxista y prominente mecánico. Nada podía salir mal.
Mi tío hizo que me sentara en el asiento del conductor (me sentía Penelope Glamour). Me dijo: "apretá ese pedal y girá la llave", lo hice y rrrrrmmmm, ¡arrancó el auto!
Después me dijo: "ahora mové la palanca de cambios, en esta dirección" (confieso que no me acuerdo ni de los movimientos, ni del nombre de los pedales, así que mis explicaciones son bastante pobres, perdón...).
"Ahora, apretá el acelerador" (de ese sí me acuerdo), y mágicamente el auto estaba en movimiento y yo lo estaba dirigiendo.
"Derechito, derechito... llevalo así... despacio... muy bien." Esas fueron las palabras de mi tío en las dos primeras cuadras, es decir, todo iba perfecto hasta que...
"¡Doblá, doblá, Valeria, por favor!" Confieso que pude sentir el horror en su voz.
"Ya doblo", dije con la paciencia que me caracteriza en los momentos tensos (bueno, no en todos) y cuando, efectivamente, doblé, un camión bastante grande casi casi nos rozó.
"¡Cuándo te digo doblá, por favor hacelo!" me dijo mi tío casi descompuesto.
"Bueno, lo iba a hacer pero quería hacerlo tranquila..."
Manejé toda esa cuadra y las que quedaban para llegar al punto de partida.
Frené en la puerta, nos bajamos y después de tomar unos mates y contarle a mi abuela mi primera experiencia al volante, me despedí de todos y de mi tío al que le pregunté por nuestra segunda clase.
"Yo te llamo y te aviso cuándo puedo", me dijo...
Nunca me llamó...
En ese momento comprendí que todos tenemos un rol dentro de los vehículos, y que el mío es, por el momento, el de copilota, por mi seguridad y por la del mundo entero.

martes, 18 de agosto de 2009

De levante en el 159

Hay cosas que no pasan por casualidad, o si, pero a veces hay pequeños actos que direccionan el día.
Me había tomado el 159, como de costumbre, en el Correo Central y, como dos personas detrás mío subió una chica con un vaso de café, de esos que venden en Café Martínez para llevar. Raro porque el colectivo iba lleno, muy lleno y la chica no iba a tener de dónde ni con qué agarrarse si mantenía el café consigo.
Todo se desarrollaba con tranquilidad mientras ella tuviera una de sus dos manos libres, pero justo en el momento en el que el colectivo se dirigía al peaje de Dock Sud (quien ha viajado alguna vez sabe que en ese momento hay que agarrarse si o si de algo porque si no te vas contra lo que tengas atrás o adelante, dependiendo siempre de la orientación del viajero), decía, justo en ese instante a ella se le ocurre hablar por teléfono (sospecho que algo tan importante que no podía esperar cinco minutitos a que el colectivo fuera en línea recta).
Ella intentaba hacer equilibrio, entre el café y el teléfono, cuando el muchacho que estaba paradito a su lado le dijo: "¿Querés que te tenga el café?"
"No, gracias", dijo ella con un linda sonrisa (que no vi pero intuí)
"Dale, te lo tengo así hablás tranquila" insistió él.
Y ella no pudo negarse.
Cuando terminó su conversación, que duró menos de un minuto, el chico le devolvió el café y, claro, comenzaron a hablar del café: que si era de máquina, que dónde lo había comprado, que a mí me gusta así, que a mí asá, en fin cosas de café, hasta que él le preguntó: "¿Venís del trabajo?" y debo confesar que lo único que escuché de ella fue "sí", porque lo que siguió de su respuesta me fue vedado tanto por el ruido del colectivo como por su suave y delicada voz.
Acto seguido, creo, ella le preguntó dónde trabajaba él a lo que respondió (y lo escuché muy bien, porque el tipo estaba muy orgulloso de su trabajo) "Trabajo en lo que me gusta, por suerte... En el teatro, dirijo la administración y también estoy en la parte artística, casualmente estreno una obra en septiembre."
Ella habrá dicho algo así como "¡qué bien! ¡qué lindo!" y él continuó hablando con el pecho henchido de orgullo.
En eso llegó la pregunta que todos, a esta altura estábamos esperando... bueno, una de las dos preguntas que estábamos esperando: "¿Dónde vivís?" y ella respondió: "En Quilmes". A lo que siguió el clásico: "¡Qué viaje que tenés! ¿te vas todos los días a Capital?" Y ella dijo algo que no nos esperábamos (me atrevo a hablar en plural porque tengo la sospecha que no era la única que estaba escuchando): "Si, y a veces voy con mochila y bolsos, porque mi novio (¡!) vive en Capital y tengo muchos amigos allá."
Sin embargo, no lejos de achicarse o deprimirse por la revelación, nuestro galán le dice (promediaba ya casi el final del recorrido): "¿Me pasás tu mail así te invito a ver mis obras? porque no solo en septiembre estreno una, en octubre tengo otra que escribí yo." Y ella, al contrario de lo que puedan pensar muchos, se lo dio.
Luego de esto ella se bajó, pero antes se despidieron con un beso en la mejilla, un gracias por el café (sic) y un te escribo.
Increíble, a veces las cositas más tontas, como comprarse un café a cuatro cuadras de la parada del colectivo, pueden provocar los encuentros más inesperados.
Ahora resta imaginar la continuación: ¿él le habrá escrito? ¿ella habrá respondido? ¿se volverán a ver en el colectivo?
Cuántas preguntas, espero poder contestarlas algún día.

domingo, 9 de agosto de 2009

Casi casi


Luego de una hermosa tarde/noche de cine y cena con mis dos grandes amigas Virginia y Laura, decidimos despedirnos y marchar cada una para sus respectivos hogares.
Así que como Laura y yo nos encaminábamos para el Correo Central y estábamos por Corrientes, decidimos tomarnos el subte B.
Eran, aproximadamente, las 9 de la noche.
Subimos al subte en la estación Uruguay. Justo en nuestro vagón había un señor que caminaba de una punta a la otra hablando de Jesús, de su reino, de lo bueno de unirse a él y esas cosas. Caminaba con un libro en la mano e iba predicando su fe a los gritos. Confieso que esas cosas me ponen un poco tensa por lo que intento, cuando es posible, mirar para otro lado. Fue en una de esas huidas en las que miré para el vagón de adelante y lo vi.
Era él, mucho mejor vestido, hasta lindo diría, con su parlante y sus movimientos.
"¡Lau, el chico de la vuelta mortal!" Le dije a mi amiga con visible emoción.
"¿Dónde?" preguntó. "En el vagón de adelante" respondí.
Y cuando ella iba a mirar, el predicador se paró justo en la puerta, obstruyendo su campo visual.
Tuvimos que esperar a que comenzara a caminar de nuevo, pero como la visión era dificultosa optamos por sentarnos en los asientos de enfrente.
Lamentablemente, a pesar de intentar maniobrar nuestras cabezas para poder verlo bailar (yo por segunda vez y Laura por primera) fue imposible, pues el bailarín se nos había escabullido justo después de que el predicador había comenzado a caminar.
Entonces, ya saben, él anda por ahí ofreciendo su danza en la linea B, y sigo insistiendo, si lo ven después diganme si logró hacer la vuelta mortal.