jueves, 22 de abril de 2010

En busqueda de la Peatonal del candombe

Era el único domingo que íbamos a pasar en Montevideo y, mi amiga y yo, decidimos salir de caminata.
Comenzamos por la Rambla, admirando el mar, el viento y el no poder, ni siquiera, imaginar en ver la otra orilla. Tomamos unos mates, conversamos de los vaivenes de la vida y organizamos nuestro itinerario para después del mediodía.
Volvimos al hostel, dejamos mate y termo y sin mediar palabra salimos, otra vez, a las calurosas calles montevideanas.
Nuestra idea era, primero, encontrar el mercado que se aloja cada domingo en la calle Tristán Narvaja, comprar algunas cosillas (obviamente me compré un mate ¿o se pensaron que me iba a perder la oportunidad de tener un mate uruguayo?) y seguir camino en busca del Barrio Sur o de Palermo.
En medio del camino al mercado recordé que tenía muchas ganas de conocer el Parque Rodó (al que, inexplicablemente, siempre le digo Rocha), por lo tanto, después de ver el mercado y almorzar rodeadas de personajes casi literarios, decidimos partir.
Luego de varias cuadras, de pasarnos de calle (las malditas diagonales) llegamos al Parque Rodó y admiramos lo grande y lindo que es. Nos sentamos un poco para descansar nuestras exhaustas piernas, miramos el mapa, para estar seguras de la dirección que debíamos seguir y retomamos el camino.
Mientras íbamos hacia el Barrio Sur, cuna del candombe, y cede de algunos antiguos conventillos de la ciudad, mi amiga recordó que en un viaje anterior ella había llegado a una calle muy particular con plantas en la calle donde, según palabras casi textuales de ella "no había división entre el adentro y el afuera, el mobiliario de las casas salía a reunirse con las macetas de la calle". ¡Vamos a buscar esa calle! Dijimos las dos con un entusiasmo que nos excedió.
Caminamos y caminamos y en un momento llegamos a un edificio lleno de andamios. Leímos los carteles y descubrimos que era el antiguo conventillo Ansina, por lo que, según la memoria geográfica de mi amiga (que es mas o menos buena como la mía) estábamos cerca de la ansiada peatonal.
Ella tenía en su cabeza cierta plaza, ciertos bancos y ciertas paredes pintadas con colores muy vivos que, en combinación, formaban figuras carnavalescas.
Dimos vueltas para un lado, vueltas para el otro y nada, la dichosa peatonal no aparecía. Retrocedimos y volvimos a avanzar hasta que, en una esquina donde unos muchachos tomaban cerveza y, por lo que pude escuchar de la charla, hablaban de fútbol, mi amiga reconoció las paredes, la calle de adoquines, las macetas en la puerta, los vecinos sentados tomando mate y mirándonos como quien mira a un extranjero que se sorprende por lo que ve.
Atravesamos la calle de punta a punta y nos sentamos en un banco de la esquina opuesta a los muchachos para contemplar el lugar.
Luego de unos minutos decidimos volver a nuestra morada. Habíamos caminado mucho y nos quedaba mucho mas por caminar.