
Una noche volvía a mi casa después de cuatro horas de Sociedad y Estado y Economía (para mí un tramite después de dos años agotadores de cursada en la UNLP, pero bueno, todo cambio implica riesgos y haberme pasado a la UBA requirió mi paso por el CBC…), había esperado el colectivo, aproximadamente, por veinte minutos, hacía frío y tenía muchas ganas de estar en mi casa, pero me restaba una hora y cuatro de viaje. A las 21:30 hs. logré subirme al 159 L azul en la esquina de Av. Garay y Av. Paseo Colón.
Por suerte el colectivo venía relativamente vacío, gracias a lo que pude sentarme junto a la ventanilla. Saqué mi walkman y me dispuse a disfrutar del viaje, es decir, ver el paisaje, escuchar la musiquita que tenía en ese momento y ver a las personas que subían, permanecían y bajaban del colectivo.
Al estar sentada cerca del fondo podía ver el movimiento de los pasajeros sin preocuparme por ser vista, ideal para mí. Me encontraba en estas tareas cuando vi que subía un chico con visibles síntomas de mamúa, cuya humanidad se desparramó en el primer asiento individual que se encontraba detrás del chofer.
Desde donde estaba yo me pareció que el muchacho se había quedado dormido, nada trascendente.
El viaje iba desarrollándose como de costumbre.
El 159 L azul (el color es necesario ya que existe una L roja que va para otro lado… la línea MOQSA tiene todo fríamente calculado…) debe pasar por las inmediaciones de un barrio de emergencia conocido como “Los eucaliptos”, ya que está rodeado, atravesado, lleno de estos lindos arbolitos.
Mientras estaba doblando veo que el borrachín del primer asiento se levanta (un detalle: tenía un bolso enorme que le colgaba del cuello)… Por mi parte, mientras veía sus movimientos guardaba mis auriculares en el bolso seguro que cansada de escuchar lo que estaba escuchando.
De repente, justo en la esquina de “Los eucaliptos” el borrachín dice: “Todos quietos o los quemo” mientras metía su mano en el bolso en actitud de “tengo un arma, al primero que se mueva lo lleno de agujeritos” (obviamente nunca vimos si tenía un arma o estaba agarrando el mango de un cepillo)
“¡Denme todo lo que tengan! ¡La billetera señora! ¡quiero la guita! ¡A ver vo’!” Era lo que gritaba mientras avanzaba obteniendo el fruto de sus ruegos.
En ese momento yo había sacado el monederito donde había guardado todas las monedas que tanto esfuerzo me había llevado juntar, un monederito muy lindo, y como él quería el dinero (y yo soy muy obediente) estaba intentando sacar todas las monedas, porque el monedero era mío y me gustaba mucho y ¿para qué lo iba a querer él?… Cuando llegó a mi asiento me miró realizando mi labor y me arrancó el monedero de las manos… Quedé dura… las monedas no me importaban, pero ¡el monedero! Era una de esas cosas de las que uno no quiere desprenderse nunca, que tienen un valor particular, y había pasado a manos de un ladrón que se había bajado del colectivo y había empezado a correr por las calles internas de “Los eucaliptos”.
El chofer arrancó y después de dos cuadras donde los comentarios iban desde “Estaba con todo encima” pasando por el nunca y bien ponderado dicho de las personas mayores “ese chico estaba drogado” llegando al “por suerte no tenía los documentos en la billetera”; el chofer frenó el vehículo y nos dijo “¿Quieren ir a la comisaría?” A lo que la mayoría respondió “No”, salvo algún justiciero anónimo que dijo un tímido “Si” que nadie oyó.
Y yo solo podía pensar en mi monedero perdido al que nunca pude suplantar…
Por suerte el colectivo venía relativamente vacío, gracias a lo que pude sentarme junto a la ventanilla. Saqué mi walkman y me dispuse a disfrutar del viaje, es decir, ver el paisaje, escuchar la musiquita que tenía en ese momento y ver a las personas que subían, permanecían y bajaban del colectivo.
Al estar sentada cerca del fondo podía ver el movimiento de los pasajeros sin preocuparme por ser vista, ideal para mí. Me encontraba en estas tareas cuando vi que subía un chico con visibles síntomas de mamúa, cuya humanidad se desparramó en el primer asiento individual que se encontraba detrás del chofer.
Desde donde estaba yo me pareció que el muchacho se había quedado dormido, nada trascendente.
El viaje iba desarrollándose como de costumbre.
El 159 L azul (el color es necesario ya que existe una L roja que va para otro lado… la línea MOQSA tiene todo fríamente calculado…) debe pasar por las inmediaciones de un barrio de emergencia conocido como “Los eucaliptos”, ya que está rodeado, atravesado, lleno de estos lindos arbolitos.
Mientras estaba doblando veo que el borrachín del primer asiento se levanta (un detalle: tenía un bolso enorme que le colgaba del cuello)… Por mi parte, mientras veía sus movimientos guardaba mis auriculares en el bolso seguro que cansada de escuchar lo que estaba escuchando.
De repente, justo en la esquina de “Los eucaliptos” el borrachín dice: “Todos quietos o los quemo” mientras metía su mano en el bolso en actitud de “tengo un arma, al primero que se mueva lo lleno de agujeritos” (obviamente nunca vimos si tenía un arma o estaba agarrando el mango de un cepillo)
“¡Denme todo lo que tengan! ¡La billetera señora! ¡quiero la guita! ¡A ver vo’!” Era lo que gritaba mientras avanzaba obteniendo el fruto de sus ruegos.
En ese momento yo había sacado el monederito donde había guardado todas las monedas que tanto esfuerzo me había llevado juntar, un monederito muy lindo, y como él quería el dinero (y yo soy muy obediente) estaba intentando sacar todas las monedas, porque el monedero era mío y me gustaba mucho y ¿para qué lo iba a querer él?… Cuando llegó a mi asiento me miró realizando mi labor y me arrancó el monedero de las manos… Quedé dura… las monedas no me importaban, pero ¡el monedero! Era una de esas cosas de las que uno no quiere desprenderse nunca, que tienen un valor particular, y había pasado a manos de un ladrón que se había bajado del colectivo y había empezado a correr por las calles internas de “Los eucaliptos”.
El chofer arrancó y después de dos cuadras donde los comentarios iban desde “Estaba con todo encima” pasando por el nunca y bien ponderado dicho de las personas mayores “ese chico estaba drogado” llegando al “por suerte no tenía los documentos en la billetera”; el chofer frenó el vehículo y nos dijo “¿Quieren ir a la comisaría?” A lo que la mayoría respondió “No”, salvo algún justiciero anónimo que dijo un tímido “Si” que nadie oyó.
Y yo solo podía pensar en mi monedero perdido al que nunca pude suplantar…