lunes, 22 de octubre de 2007

Seguidilla de infortunios...


Esa semana había llovido todos los días, diluvio tras diluvio, y parecía que no iba a parar nunca, por suerte yo tenía un paraguas que mi mamá se había comprado, y seguro que al enterarse que me lo había llevado, sabía que no lo iba a poder usar nunca más (es que ella es conciente que paraguas que agarro, paraguas que se rompe… juro que no soy yo… es el viento…)
Volvía, entonces, un jueves lluvioso, a mi casa desde la facultad. Me había tomado el 126 que me dejaba justo a la vuelta de la parada del 159, pero esa noche (promediaban las 8) con la lluvia, el transito era caótico, más que de costumbre, y en lugar de frenar justo en la parada, el señor colectivero me dejó en la esquina de Além y Sarmiento… un cachito lejos…
Bajé del colectivo, con mi mp3 bien atornillado, tarareando alguna de las canciones que allí tengo, mientras intentaba abrir el paraguas en un combate casi furioso con un viento que venía de todos lados.
Cuando logré vencer en mi contienda, presiento que un chico se me acerca y me dice “¿No tenés unas moneditas?” “no” le respondí y seguí caminando, pero él no se movía de mi lado. En eso siento que vuelve a hablarme…
“Mirá, no te quiero hacer nada, ¿entendés? No te quiero lastimar, pero dame el mp3 o te mato acá ¿entendés? ¡Dale, dame el mp3 o te mato acá!”
Yo caminaba mirando para adelante en actitud de “no te escucho, no te escucho”, y claro que había entendido todo todo y que estaba muy muy asustada. En eso veo que viene caminando un señor que iba justo en la dirección contraria a la mía. Y, cuando pasó a mi lado, giré mi cuerpo y me le pegué al brazo…
“Disculpe señor, pero voy a caminar con usted porque me estaban robando y estoy un poco asustada, así que voy a seguir con usted hasta la esquina”, le dije mientras me sacaba los auriculares de las orejitas.
“¿Pero qué pasó?” Preguntó el señor “Un pibe me dijo que le tenía que dar el mp3 o que me mataba”, “¿Y tenía un arma?” “No sé, pero me asusté…” (Obviamente que no sabía si el pibe tenía un arma ni me iba a quedar para averiguarlo…)
Llegamos a la esquina en donde me había bajado del colectivo y me despedí del señor dándole las muchas gracias y me dispuse a dar la vuelta manzana para llegar a la parada del 159 sin tener que pasar por el lugar del atraco. En ese momento me empezaron a temblar las piernas y me di cuenta que me podría haber salido mal lo de irme con el señor, pero bueno, en esas situaciones no suelo razonar, suelo actuar y… hasta ahora funcionó…
Cuando llegué a la parada tenía ganas de llorar por el susto, y mientras hacía la cola, intentando no clavarle el paraguas a un chico que estaba adelante mío, escuchaba como una mujer le gritaba a otro pibe que se estaba colando.
Una seguidilla de infortunios, nada más ni nada menos…

viernes, 5 de octubre de 2007

¡Pucha, cómo llueve!


Me desperté a las 6 de la mañana mientras escuchaba cómo diluviaba, con viento, granizo, gran cantidad de agua, y todo lo que se espera de una lluvia de tamaña magnitud.
“Bueno, me dije, espero a que pare un poco y me voy”, ya que, como entraba a trabajar a las 9 de la mañana, me tenía que tomar el colectivo, como muy tarde, a las 7:30 hs., si no iba a llegar tarde.
A eso de las 7 paró de llover, pero la calle estaba muy inundada como para cruzarla, así que hice tiempo y, 15 minutos después, estaba en camino a la parada del colectivo.
Previamente, casi a oscuras porque se había cortado la luz por la tormenta, había separado las monedas para el colectivo y las había depositado sobre la cama.
Una cuadra antes de llegar a la Avenida donde suelo tomarme el 159 semirápido, me di cuenta que había olvidado las monedas. Lo más lógico era ir al quiosco que estaba en la otra esquina de la esquina en la que estaba y, como soy muy lógica, fui con mi billetito de $5 en la mano:
“- Hola… mirá, necesito cambiar monedas… ¿no tendrías algo menor a un peso?...”
“- Tengo… 20 centavos… y… moneditas chicas…”
Y como vi que la señora se movía a la velocidad de Manuelita y yo estaba bastante apurada, le dije que no importaba y emprendí una loca carrera de cuatro cuadras, donde caminé rápido, corrí, volví a caminar rápido, llegué a mi casa, luché con la cerradura de mi puerta, entré, subí la escalera corriendo, agarré las monedas, bajé corriendo, intenté cerrar la puerta con lleva, y como no pude la dejé abierta. Volví a correr, caminar rápido y correr hasta llegar a la parada para esperar al colectivo, todo esto hilvanado por las más bellas palabras que podía destinarme.
A los pocos minutos llegó el colectivo al que subí a los empujones, y pude ubicarme al lado del chofer, presionada por distintos cuerpos, nada cómodo, imaginen… mucho calor, mucha gente, ventanillas cerradas y… lo menos recomendable, estar parada al lado del chofer y ver las maniobras que hacía para esquivar a los transeúntes suicidas, y demás cosillas que ocurren en los días de lluvia.
El colectivo había subido a la autopista La Plata – Buenos Aires que, por la cantidad de agua que había caído y que estaba cayendo, parecía un río.
Ahí se me ocurrió mirar la hora. Eran las 8 y no habíamos llegado ni a la mitad del recorrido…
A los 8:30, y luego de un viaje por demás incómodo, llegué al Edificio Libertador, en la Av. Paseo Colón, donde suelo bajarme para ir hasta el subte D o, en caso de no funcionar, tomarme el 152, pero, como el tiempo era escaso me dije… “Me voy hasta el subte, me bajo en Facultad de Medicina y después me tomo un taxi y listo…”
Cuando iba caminado por Irigoyen vi, en la entrada del subte A el lindo cartelito que indicaba que las líneas A y D no funcionaban por problemas climáticos o por fallas eléctricas. Así que levanté la mano y paré un taxi…
Ni bien subo al taxi y luego del “Buen día” y de indicarle el destino de mi viaje, el taxista gira su cabeza y me dice “¡No compres tomates!” “¿Eh? ¡ah, no no, si comer una ensalada de tomates es casi como comer rubíes!” Dije, muy enterada de que el precio de los tomates era el más caro de la historia del tomate en la Argentina…
“Yo estoy haciendo una campaña para que la gente no compre lo que está caro, porque ahora está todo muy caro…” “Si, y los sueldos bajos…” “Sí, mirá, el otro día fui a Luján con mi mujer y fuimos a una parrilla, pedimos papas fritas y ¿sabés cuánto nos salió? ¡$19! Más caras las papas que la carne…” “Claro, un desastre…”
Mientras el señor me hablaba de la explotación de los trabajadores, de los copetudos que se subían a su taxi defendiendo al gobierno y de cómo él se “la mandaba a guardar”, yo miraba el relojito, donde los pulsos bajaban demasiado rápido para mi gusto (aclaro que no sé mucho de taxis ni de sus relojitos, pero si de algo estoy segura es de que los numeritos cambiaban muy rápido) y, llevada por el discurso del caballero, le dije: “¿Qué rapidito que baja eso? ¿No me vas a cagar, mirá que somos dos laburantes, eh?”
“¡No, piba! Mirá, te explico, es que el reloj cuenta los segundos, los suma y además la velocidad y la cantidad de metros recorridos…” “Igual va muy rápido, en una cuadra cambió dos veces… pero bueno…” “No, no… quedate tranquila que anda bien…” (Sí, bien para vos, pensé, flor de bolazo me dijo, en fin…)El señor cambió de tema y pasó a hablar del clima, que había tenido que parar de trabajar cuando se había largado fuerte, y yo le dije que, en ese momento, estaba en el colectivo, en la autopista, y me preguntó de dónde era. Cuando contesté “Quilmes”, él dijo (y con esto comenzó un monólogo que iba a durar hasta el fin de mi viaje) “Yo viví muchos años en Berazategui, tres casas tengo. La primera me la hice a los 19 años porque en esa época, pensá Argentina año verde, se podía juntar guita y había gente que te podía ayudar, además soy un tipo que siempre ahorró. Yo gano $100, guardo $50 y los otros $50 me los patino y bueno… Con mi primera esposa hicimos la primera casa, después me hice un departamentito en el fondo, porque tenía mucho terreno y, después, edifiqué arriba… Ahora estoy por Jujuy y… (confieso que no recuerdo el nombre de la otra calle y, como soy muy honesta, no voy a inventar por las dudas de poner una calle que nunca se cruce con Jujuy)… Casualmente el domingo tengo que ir, porque le alquilé una de las casas a un pibe y le tengo que dar las lleves y arreglarle un par de cositas… Antes vivía mi hijo con la novia ahí, yo le había dicho ‘Lucas, te la regalo’, pero ellos nunca pagaron ningún impuesto ni nada y al año les cortaron todo, yo les dije que tenían que cuidar las cosas, pero ellos nada… Y yo sé que para los pibes ahora está jodido pero si no lo cuida él… Ahora, ¿sabés dónde está viviendo? En un sucucho de Varela…”
El monólogo siguió un poco más, pero sus palabras eran tantas que se vuelven difusas en mi mente (además no voy a hacer un esfuerzo tan grande por recordar su primer auto, el trabajo de su hijo y el su novia y demás cosas que no modifican nuestras vidas, ¿no?).
A las 9 y monedas llegué al trabajo con la cabeza llena de las historias de una persona a la que, seguramente, no volveré a ver en mi vida, y justo a tiempo para enseñar el pretérito indefinido…